Hace corto tiempo era muy usual, que si un pariente accedía a un cargo importante, o llegaba a desempeñar funciones públicas o privadas de relevancia, por un elemental sentido de respeto y ética, al menos para quienes nos enseñaron y obramos así, resultaba impensable sugerir siquiera, pero aún exigir cualquier tipo de prebendas al familiar quien, de igual manera, se hubiese abstenido de favorecernos.
En aplicación de los mismos preceptos, cómo han cambiado las cosas. Hoy acudimos ya no con tanto asombro a contratos públicos entre consanguíneos, parientes ocupando cargos, sin experiencia para ello total, lo único que importa es el beneficio económico, con justificaciones tan “inocentes” como aquella de que todo se debe a la supuesta preparación del beneficiario que por tanto es la persona más idónea para el cargo pues nadie es mejor que el pariente. Resulta “ingenuo” no aceptar que todo se reduce a la tendencia que nos quiere obligar a perder moral, ética y los principios de antaño.