Amanece y parece un sueño, los niños entre risa y risa, los más jóvenes no se mezclan con los más viejos y entre ellos se nota una discusión amena; las señoras se juntaron, los hombres hablábamos de fútbol, política, un tanto tensos los temas, ninguno que no nos dejara terminar riendo. El aroma del horno inundaba el local; así transcurría la noche de sábado, de compartir entre familia y amigos. De repente una escena dantesca, dos hombres armados entran y al grito de todos al suelo, apuntan con sendas armas uno a uno hasta arrodillarnos frente a ellos, con la cabeza baja, invadidos por el miedo. Por favor no un disparo, anhelando en desesperanza que solo sea un terrible sueño.
Impotencia, temor y rabia al ver como gritan a tu padre y le sacan de su mano temblorosa aquel aro testigo de casi medio siglo de amor eterno, no salía y gritaban cada vez más alto. Fingiendo estar sereno saco mi teléfono y se los entrego, dando tiempo a mi padre a entregar lo que puede saciar su ego.
A los hombres nos tenían quietos. De las mujeres exigían sus bolsos mientras arranchaban de una de las orejas de mi madre un arete y una cadena de fantasía de su cuello.
Mi sobrino levanta las manos, da varios pasos para en sus brazos alzar a uno de los más pequeños, que atónito había quedado solo sin ser visto tras una mesa y lanzarse con él al suelo. Más gritos, no te muevas, no me mires, al suelo! Y así, se dan paso las luces de los astros de un cielo de invierno que no se dejan mirar; pero, como nunca antes, hoy sentí cada soplo de aire que entra refrescando mi cuerpo, sabiendo que cada respiro significa vida y en ella amor infinito a Dios!