El 7 de mayo de 1824, por primera vez, la Sinfonía de la Alegría estalla en los oídos y en los corazones de los hombres, cada uno se levantó de su asiento, gritando de alegría, agitando el pañuelo, pronunciando su nombre. Pero el maestro continuaba arriba, en su asiento, vuelta la cabeza, inclinado hacia delante, en actitud de escuchar… Sabía en realidad que había terminado, pero oyó el efecto tan poco como la obra. Mas en aquel momento de espanto y de emoción, una joven solista K. Unger cobró valor, subió junto al genio, lo cogió por el brazo y le hizo volver en redondo, para que sus ojos vieran lo que no percibían sus oídos.
Había llegado el momento culminante en la vida de Beethoven. Pero una vez puesto frente al público, ve a los que aplauden y saluda con la cabeza. Cuando los discípulos acompañaron al extenuado maestro a su casa, le hicieron entrega, con desaliento, de los 420 florines, después de pagados todos los gastos. Goethe, afirmó: “Nunca vi un artista más íntimo y más efusivo”.