Son hermanos, pero fueron concebidos por progenitores diferentes, y sus objetivos en esta vida son totalmente opuestos; los primeros, sinónimos de libertad, sensibilidad y tolerancia; los segundos, de oscuridad, odio y separación. Imaginemos un Ecuador en el que cada uno de nosotros seamos un mural, es decir, el mismo muro, pero embellecido con el pincel de la generosidad, y pintado con el blanco diáfano de la aurora, el intenso azul de un cielo a medio día, o el anaranjado crepúsculo de Occidente, para colorear esa barrera sombría que a veces construimos en nuestras mentes y corazones; muros estos que otrora quisieron apoderarse de estas almas grandes, y sucumbieron a las pacifistas pinceladas de un Gandhi, las bondadosas acuarelas de un monseñor Leonidas Proaño, o las sanadoras brochadas de una Teresa de Calcuta, para convertirse también aquellos en grandes murales de talla universal. Quizá, las resoluciones grandilocuentes concebidas en foros políticos, diplomáticos o humanitarios no alcancen a paliar la angustiante peregrinación del pueblo venezolano hacia la mitad del mundo; solamente un verdadero replanteo existencial de dimensiones bíblicas, hará que en nuestro interior se geste un exorcismo, que expulse el espíritu de la indiferencia y libere ese Guayasamín que todos llevamos dentro, para transformarnos en pintorescos murales, sensibles y permeables al paso de culturas, costumbres y personas distintas… y es que “las banderas, los himnos y las fronteras, se hicieron para sembrar odio entre los pueblos” dijo Tolstoi.