En su columna “El excremento del diablo” (junio 18), Walter Spurrier intenta convencer al lector sobre las bondades del extractivismo con un ejemplo hipotético: “Supongamos que le comunican que una tía abuela que ud. no conocía, falleció sin descendencia y le dejó una herencia considerable.” Desafía al lector a rechazar la herencia o a utilizarla para ampliar las oportunidades de sus hijos.
La metáfora es inexacta. Propongo una más atinada: a la saludable tía en cuya casa viven, que no solo les provee de recursos, sino que les cuida con cariño, los sobrinos la están planeando asesinar para con la herencia pagar con las deudas incurridas en sus farras.
Quienes cuestionamos el asalto minero al territorio no rechazamos una fortuna caída del cielo (o de la muerte natural de una vieja desconocida); lo cuestionamos porque bajo cualquier análisis un poco más profundo que la más simplista contaduría, los costos, solo en servicios ambientales directos perdidos y remediaciones, sin contar aún la desaparición para siempre de los bosques más diversos del mundo, las economías alternativas relegadas, los espacios vitales apabullados, son muchísimo mayores que los ingresos mineros que obtendría el país (incluso bajo las fabuladas proyecciones de la industria).
No hace falta imaginarse tías como víctimas sacrificiales; hay innumerables de carne y hueso entre las poblaciones locales, escandalosa y sistemáticamente ausentes de las apologías del extractivismo que el señor Spurrier suele hacer en este Diario.