En la cultura anglosajona, tan distante de nuestra realidad local en poderío tecnológico y económico, la palabra “profesor” está imbuida en el prestigio y respecto único de quien es capaz de profesar las ciencias y las artes.
Similar concepción es usada en el Asia y otras regiones del mundo donde el conocimiento científico es el fundamento del bienestar y la riqueza de los pueblos. Para el caso latinoamericano, en particular Ecuador, el amorfo y maleable término “docente” ha ocupado los espacios de la educación superior, las leyes, los contratos; en fin, hemos preferido olvidar el uso de la palabra “profesor” en nuestra cotidianidad. Dicen que la forma de pensar y la cultura de un pueblo se define por su gramática y lenguaje. Creo que nuestra adopción de la palabreja “docente” es un síntoma de nuestro divorcio cultural e histórico con el desarrollo del conocimiento científico, el significado mismo de la ciencia y su práctica, y la naturaleza de las universidades como centros de desarrollo científico.
No existen ejemplos en la historia de un pueblo o nación que haya triunfado en la guerra, la paz y la economía sin la ciencia y la tecnología como motores del desarrollo. Docentes seguiremos siendo mientras nuestra sociedad no despierte. La actividad científica y tecnológica son fuentes significativas de riqueza y ventura.