Con bastante frecuencia se escucha a los jerarcas políticos actuales hablar de dignidad. Dignidad por esto, por aquello y lo de más allá. Somos dignos por no soportar ataques de la prensa corrupta, lo somos por atacar al malvado imperio, también por el asilo, por no depender del FMI pero sí de China, por chiquitos, por soberanos, una innumerable cantidad de “dignos” que hemos devaluado la tan cacareada dignidad.
No por tanto repetir que somos dignos, o somos honrados o inteligentes hace que así sea, corresponde a los demás, y no necesariamente a los más amigos, socios o afines, reconocer estos atributos o cualidades.
Antaño, es decir antes de que los corazones ardientes y mentes lúcidas nos dieran el beneficio de su sabiduría, en las épocas que habían políticos de fuste, bien formados académicamente, con mérito intelectual y dotados de urbanidad, no se escuchaba tanto clamar por dignidad, era algo que se reconocía, que era tan evidente que no hacía falta andar clamando ser reconocidos como dignos.
Los comportamientos de altura, el discurso elegante, sobrio y educado, la conducta personal sin tacha, y sobre todo el respeto al otro los hacía dignos sin necesidad de ir pregonando su “dignidad”. Cosas de estos tiempos.