Con toda la fuerza, a que el diccionario remite, a estos dos adjetivos que presentan mi escrito, me permito calificar al total abandono en el que se encuentra el Parque Bicentenario, de paso, que ya su nombre es una pretenciosa paradoja y osadía “Bicentenario”. Vayan a ver los parques de Guayaquil, qué decoración tan hermosa, cuanta variedad, distracción y colorido. Aquí y perdón por la imaginería, después de caminar los rectos que hacen la antigua pista del aeropuerto Mariscal Sucre, después de husmear, (porque me sentí también perro), las casonas que seguramente eran bodegas del antiguo terminal aéreo, me toqué el blanco cabello y me tañó rasurado, sobre todo por los goznes que producían los columpios viejos que chirriaban como en un cuento de terror de H. P. Lovecraft, así me pareció que caminaban cabizbajos los atletas que corrían por la pista, todo estuvo en contra del Alcalde, pues eran las cinco de una tarde brumosa y fría. De regreso a casa me comían las inquietudes, el recuerdo me mostraba algún diseño hermoso que alguna vez, tal vez en campaña presentaba el diario, pero de eso al esperpento actual subleva el alma. ¡Es que acaso no necesitan los habitantes de las ciudadelas que se dibujan en su entorno un bello parque, nos es acaso salvífico y necesario la recreación y el deporte, por ahí vi una desconcertada cancha de Volley, ¡Qué vergüenza! ¡Qué indignación! Para colmo mientras esto escribía, el arquitecto hijo desde el estudio escuchaba el Réquiem de Mozart. Nada me salvaba, recurrí entonces al arte hecho canción y poesía, protesta gruesa e inteligente, su autor, un diez sobre diez, Facundo Cabral quien nos decía: “Los pendejos son peligrosísimos porque son mayoría y escogen presidentes” Chuta, yo soy uno de estos, voté y promoví su candidatura Señor Alcalde.