La palabra es descarnadamente negativa y contraria. Más allá de los adornos y complejidades filosóficas, como aquellas que expusiesen Thomas Hobbes o Jean-Jacques Rousseau, está la forma nuclear del concepto. Cuando el líder de la nación más poderosa del mundo afirma que el desinfectante podría servir para combatir el virus de la pandemia, al inyectarse en las venas; o cuando el Presidente de la nación suramericana más grande y pujante afirma que la enfermedad es una fantasía; o cuando un Ministro de Salud, de un país austral, afirma que el virus podría mutar y volverse “buena persona”, es que estamos frente a un fenómeno que no es casual, pero sistemático. Es una demostración de decadencia, o al menos de un problema considerable, en donde el concepto “anticiencia” adquiere actualidad y relevancia. La anticiencia es peligrosa, sobre todo, porque en manos del poder adquiere la capacidad de desencadenar a los peores monstruos de la condición humana. A la anticiencia se la combate cuando los científicos y académicos ocupan los medios de comunicación, se presentan ante el público y desafían hasta las más recalcitrantes de las ideas. Pero una nación sin científicos, porque éstos no existen o porque se hallan disminuidos, es una expuesta a los males de la anticiencia.