Ha pasado el tiempo del conservacionismo tradicional, ese de los hippies protestando por la explotación petrolera, por la tala de árboles y por la contaminación. Su activismo fue despreciado sin piedad, atribuyéndoles su amor por la naturaleza como un pretexto para la vida sediciosa y holgazana. En aquel tiempo la investigación científica comenzaba a dar sus primeros pasos para descifrar lo que le estaba pasando al clima, a los bosques, a la Tierra.
Con el paso de los años las evidencias científicas comenzaron a despertar el interés de una sociedad hasta ese entonces aletargada, la que no creía que nada estaba pasando, o que quería que así fuera. En este escenario los conservacionistas, esta vez aupados por la comunidad científica, fueron una vez más menospreciados, pero aquí ya no solo por una sociedad desinformada, sino por grupos de poder que veían un tropiezo para sus intereses desenfrenados, donde se entendía a la naturaleza como una inagotable fuente de recursos, indigna de respeto y cuidado.
Actualmente las evidencias de que algo ocurre con nuestro planeta son indudables, y ya no es necesario acudir a la información científica, solo hay que ver lo que pasa con el clima, el que creíamos conocer, el que podíamos predecir. Y en esta batalla por nuestra supervivencia y la de todos los otros seres que habitamos este planeta, una vez más los conservacionistas son quienes nos han alertado de nuestros errores como sociedad, una que supuestamente ha alcanzado altos niveles de civilización, pero que desconoce sus limitaciones e irrespeta el único hogar que tiene.
Nuevas voces aparecen en defensa de lo indiscutible, pero como ha ocurrido en el pasado tratan de ser acalladas por los mismos intereses de siempre, esos que no ven más allá de sus narices.