“A veces me siento como si fuera un niño que abre los ojos al mundo, ve cosas asombrosas cuyos nombres nunca conocerá y luego tiene que volver a cerrarlos”. Lo dice el personaje que está por morir de una novela de Marilynne Robinson, que casualmente estoy leyendo, pero se puede aplicar también a alguno de Soul. La última película de Disney-Pixar nos muestra a un pianista de jazz que por fin consigue tocar en la banda de sus sueños pero, justo antes de hacerlo, tiene un accidente que parece fatal. Sin embargo Joe, en su desesperación por no perderse ese concierto, logra no ir completamente al más-allá sino aferrarse a un estadio anterior. Allí conoce a “22”, otra alma que está en esa zona, que todavía no ha vivido pero que nunca ha estado interesada en habitar una pobre vida humana. Es decir: un personaje tiene una aparente motivación por vivir pero no puede hacerlo, mientras otro no quiere vivir pero podría hacerlo. Detrás de sus aventuras siempre late la pregunta: ¿por qué vivir? ¿Se necesita una “chispa” como querer ser un gran pianista? ¿O todas las cosas normales de la vida –un pedazo de pizza, el viento cuando roza el cuerpo, la conversación con un peluquero sobre su familia o las hojas de los árboles– pueden ser razones suficientes? Así cobra sentido la metáfora del océano y del agua que a ningún espectador pasa desapercibida. No puedo no plagiar a Yago García cuando cita a Wittgenstein diciendo: sobre lo que no se puede hablar es mejor callar. Yo no sería así de duro, pero es verdad que el mensaje de Soul es tan ambicioso –por sencillo– que es imposible no dar la impresión de quedarse corto.