Desde los tiempos en que de las tertulias se pasó a las academias y de estas a las universidades transcurrieron siglos. Se trata de un capítulo espléndido de la historia de Occidente en el que importantes sectores de las sociedades asumían a conciencia los retos que significaban los nuevos tiempos en humanidades y en ciencias y en tecnologías. Sin mayores fracturas, un empeño que explica la existencia de la Sorbona, la Universidad de Harvard o el Instituto Tecnológico de Massachussets, por citar tres ejemplos.
¿De este proceso habrán participado las sociedades de países como el nuestro? Algunas de las pequeñísimas élites existentes, tal el caso de los Maldonado y los Dávalos en la provincia del Chimborazo, desaparecieron ante el empuje del cholerío –que no del mestizaje-, que fue imponiéndose. Nuestros 100 años de soledad se inician cuando también desapareció el sistema educacional creado por los jesuitas en el siglo XVIII. Drama y paradoja la historia nuestra: de la dramática y agresiva incultura y mediocridad general se irguieron universitarios de la madurez de Julio Endara, Manuel Agustín Aguirre, Pérez Guerrero y J. Rubén Orellana; portentosa la creación de la Escuela Politécnica Nacional por García Moreno.
Producto de esa mediocridad general es la clase política que nos ha gobernado. Ni que decir tiene que una de las víctimas de ese entorno mediocre e inculto ha sido la universidad, y tanto como que así se explica la politización bárbara que por décadas ha sufrido, al igual que el abandono en que la han mantenido los gobernantes de todos los signos.
Nuestra mediocre e inculta clase política, llevada por un estúpido clientelismo político, es la responsable de la creación de docenas de centros de educación superior cuyos estándares no se compadecían o eran similares a los de África Ecuatorial.
No se crea que lo de “la regalada gana”, dicho por un Presidente de la República, representante de la anticultura según sus propias palabras, no fue la razón para que se crearan en los últimos años universidades, politécnicas e institutos superiores, privados, sin el menor sustento que justificara la educación superior que se pretendía impartir.
Es así como a la mediocridad e incultura vino a sumarse la codicia: resultaba un gran negocio la formación de profesionales al buen tun tun. Y todo a vista y paciencia de quienes dirigían los destinos del país, pues se requería de su aprobación para tales creaciones.
Decretos Presidenciales y resoluciones de Congreso fueron indispensables para que se produjeran esas barbaridades. Como todo hay que decirlo, una de aquellas universidades privadas ha llegado a tal grado de desarrollo académico y tecnológico como pocas o ninguna de las públicas. En esas nos hallábamos.