En los últimos años hemos constatado en la Región un avance de las tesis que propugnan una mayor intervención del Estado en todos los órdenes de la vida pública, desplazando a la iniciativa privada.
Todo aquello, salvo excepciones, con el aporte de importantes segmentos de la población. No solo eso, sino que brindando claramente su apoyo o, al menos, siendo generosos en otorgar el beneficio de la duda a quienes esgrimiendo esas tesis alcanzaron el poder, en determinados momentos grupos que generan opinión pública han sido abiertamente críticos con posiciones que defienden la libertad económica, para luego rendirse al peso de las evidencias cuando los hechos han mostrado la ineficacia de esos postulados.
Siempre ha sido cómodo transitar por la simplicidad y reducir el análisis a lo supuestamente evidente. Lo difícil es convencer con argumentos a todos quienes se sienten atraídos con la sugestiva teoría de la solución espontánea y milagrosa. Habrá que coincidir que ante las inequidades se corre el riesgo de sucumbir a lo inmediato, cayendo en errores que solo agravan la situación.
Varios son los casos que quienes se convirtieron en los impulsores de un determinado proyecto político, con el pasar de los tiempos, terminan en el desencanto. No son pocos los que de fervientes defensores de un modelo pasan a convertirse en sus principales detractores. Por diversas razones, sea por luchas políticas intestinas o porque la necia realidad no se deja doblegar, van quedando en el camino los inconformes que empiezan a engrosar la fila de los críticos, que luego emprenden la tarea de demolición de lo que ayudaron a construir.
Allí recién empiezan a percibir que sus argumentos se sostenían en falacias. No obstante, con su accionar echaron a andar procesos que producen daños irreversibles.
Allí surge la interrogante: ¿por qué estas personas desperdician sus esfuerzos en tareas poco efectivas para solucionar los problemas de la sociedad? Quizás la explicación esté en la deficiente formación recibida de un sistema empeñado en mantener la pobreza, en la medida que es incapaz de brindar herramientas idóneas para mejorar y ampliar las habilidades y conocimientos de las personas para que puedan mejorar sus aptitudes.
En esto nadie queda absuelto de responsabilidad. La lección aprendida es que no se debe esperar para actuar en reacción a un problema. Si se ha identificado como un elemento importante la falta de comunicación adecuada de los beneficios de las sociedades libres, hay que concentrar la acción en esa tarea. Es imperioso que los formadores de opinión, por convencimiento y previo un análisis riguroso, despojados de prejuicios, lleguen a conclusiones valederas. Que sepan diferenciar entre educación que libere y no que esclavice.