‘¡Mamiiii, la tele está dañada!”, grita Martina con la voz angustiada y aguda -a punto de romper en llanto-. La madre le pregunta por qué dice eso, porque sabe que la televisión no está dañada. Y Martina, con la inocencia que sus casi cinco años le permiten, responde: “¡Porque el Correa está en todos los canales!” (yo añadiría: hablando y hablando y hablando).
Créanme que, en los últimos tres años, muchas veces he compartido la frustración de Martina. Y aunque entiendo perfectamente que ni la televisión ni la radio están averiadas, sino que son meras cajas de resonancia del omnipresente discurso oficial, no puedo llegar a comprender cómo alguien puede hablar tanto -durante horas, literalmente- ni por qué hemos de estar obligados a escucharlo y menos que haya quienes gusten de esta verbosidad excesiva (que es un eufemismo para verborrea).
No sé si me lo enseñaron de pequeña, si lo leí en alguna parte o si simplemente la vida se ha encargado de mantenerme alerta: de entrada, desconfío de quien habla en exceso.
Será por eso que siempre encontré de mal gusto los récords sentados por Fidel Castro, al ser el líder político que más discursos públicos ha dado: más de 20 000; también fue capaz de hablar durante 12 horas consecutivas, con un único receso breve, en 1968; y se jacta de haber dado el discurso más largo en la historia de las Naciones Unidas.
Qué me dicen de Chávez y sus interminables e insufribles ‘conversaciones telefónicas’ con sus mandantes; de Uribe, que también se instala, micrófono en mano, cada sábado a tratar de convencer a como dé lugar de que sin él Colombia estaría ‘en la olla’; o nuestro Presidente, que a Martina y a mí nos pone los pelos de punta, cuando decide ejercitar sus dotes de orador/insultador maratónico.
¿Alguno de ustedes ya se enteró de que el alcalde Augusto Barrera también tendrá un espacio semanal para hablar con los habitantes de Quito? Me pregunto: ¿para qué? Porque si se trata de rendir cuentas, ya nos enteraremos los quiteños si está trabajando o no, por las obras que haga o deje de hacer, más que por lo que nos diga, ¿o no?
Es sencillísimo, es como cuando se tiene un pretendiente que es pura boca, que en el discurso le baja a una no solo el sol y las estrellas sino una galaxia entera, pero que a la hora del té es mentiroso, desconsiderado, infiel, violento, irresponsable, etc. Será por eso que prefiero a los hombres discretos, que dicen poco, pero que respetan, aman y hacen mucho.
En fin, esta historia doméstica y real era solo un pretexto para pedir un poco de silencio para pensar, para trabajar, para recapacitar, para vivir mejor, para soñar que tengo casi cinco años y puedo llorar -hasta la alferecía- y pedir entre hipo e hipo: ¡Ya dejen de hablar! Por favor.