Puertas que rechinan, ventanas que se cierran, voces que enmudecen. Con la oscuridad, el temor ronda por los callejones polvorientos de la cooperativa Balerio Estacio.
A cada paso se lo percibe. En las miradas que estremecen y provienen desde las ventanas de las paredes de caña o en el caminar acelerado de quienes deambulan entre los cerros de esta zona popular en el noroeste de Guayaquil.
A las 20:00 del jueves las pocas luces que alumbran los portales comienzan a apagarse. En medio del silencio, solo una voz gruesa resuena. “La Biblia dice, en Juan 8-28, que todo nos ayuda a bien” Y un coro responde: “Amén”.
En el patio de la familia Rivas Tigrero, en el bloque tres, el pastor evangélico Nelson Rivas improvisa su púlpito. Frente a él, casi inmóviles, sus hermanos en fe recuerdan lo que sucedió la madrugada del 29 de mayo.Esa madrugada, una ráfaga de disparos los estremeció. Fueron 11 seguidos. Luego, silencio. Algunos vecinos trataron de ver por los agujeros de sus puertas. Otros, como Natalia Cañas, apenas levantaron las cortinas, pero volvieron a sus camas. “Esto es tierra de nadie, aquí a diario matan, venden droga y roban”.
Pero esa madrugada los balazos venían de la casa de Rosa Tigrero Arana. Adentro, las cosas estaban regadas. Seis sujetos habrían entrado a robar, pero, al parecer, no se conformaron con eso.
Sobre el entablado, cubierta de sangre, la mujer de 51 años agonizaba; tenía ocho balazos. En una cama yacía Roxana Morante, su nuera de 21 años, y Brithany, su nieta de 4 años. Su pijama blanca estaba empapada en sangre. Les dieron dos disparos.
“Cuando levantamos el toldo estaban quietas, como dormidas. Quedaron abrazadas”, cuenta Mara Rivas, mientras mira las fotos de Rosa, su madre.
Hace seis años, la humilde mujer dejó su natal Vinces, en la provincia de Los Ríos. Allí, un sendero pedregoso, rodeado por arrozales, conduce al recinto El Cairo, el caserío que doña Rosa visitaba cada domingo, lunes y martes.
“Vendía cositas pero también curaba. Me sanó a una nieta y también ayudó a parir a un poco de mujeres de por acá. Era bien trabajadora, no entendemos por qué murió así”, dice Elvira Rizzo, moradora del poblado, en Vinces.
Cerca de su hacienda, en medio de matas de cacao, una casita de caña permanece protegida por un candado. Ahí fue el velatorio, el pasado domingo.
Adentro, los recuerdos de doña Rosa, de sus nietos e hijos guindan de las paredes. Sobre las vigas de madera, alineados uno tras otro, quedaron pociones y pomadas que usaba para curar a la gente.
Esa costumbre la llevó a Guayaquil. Una mezcla de olores copó su cuartito en la Balerio Estacio cuando su hija Mara, quien limpiaba la casa, abrió los frascos. Mentol, dulcamara, jarabes de montes eran sus remedios.
Afuera, Rubén Rivas recogía el fogón de su mamá. Él es el mayor de la familia y trata de ser más fuerte. “No pondremos denuncia. Yo perdono a los asesinos, porque sé que no fueron ellos. Es el diablo que ha venido a matar y destruir, pero el juez es Jesús”.
En las viejas paredes de la casa en la Balerio, algunas manchadas con sangre, quedaron grabados con tinta los nombres de una abuela, una madre y una nieta. Y junto a la cama destrozada, enclavada una tarjeta con trazos que la pequeña Brithany hizo en su banca de la escuela Frutos de Justicia. Ahora, su silla luce desolada.
A los 17 años Roxana Morante tuvo a Brithany. Un año antes conoció a Jasmani Rivas, hijo de doña Rosa. Eran muy jóvenes, cuentan los hermanos del chico, por lo que al poco tiempo de que naciera la niña se separaron.
Por su afecto hacia los Rivas Tigrero, Roxana no volvió con su familia. “Su apego era fuerte. Eran como Noemí y Rut”, dice Rubén, quien evoca la historia bíblica de la vida de Noemí. Esta cuenta que tras perder a sus hijos y esposo, la mujer pidió a sus nueras que tomaran su camino. Pero una, Rut, decidió seguir junto ella e hizo un pacto: “Tu pueblo será mi pueblo, y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, yo moriré; y allí seré sepultada”, narra Rubén.
Las cruces blancas y las lápidas resguardadas por santos y ángeles cubren el cementerio general de Vinces. En las tumbas de las tres mujeres no hay cruces ni santos; solo un rastro de cera derretida que vela por ellas.
Con trazos un poco titubeantes, hechos a mano alzada, fueron grabados sus nombres sobre el cemento. Y la misma fecha: 29 de mayo 2010.
En el recinto Casa Azul, junto al río Vinces, la familia Morante Mendoza no comprende las causas del triple femicidio.
Descalza, sobre las hojas resecas que arropan la tierra, doña Luisa Mendoza recorre el camino que su hija Roxana tomaba cuando la visitaba cada mes.
“La última vez que vino me pidió la bendición. Quiero que Dios haga justicia, la gente del barrio dice que los ladrones preguntaron por el muchacho que vivió con mi hija”, repite entre sollozos la mujer, al pie de su casa de caña.
Entre la fe y el temor, en la Balerio los Rivas dicen que solo esperan una respuesta de Dios. En oración, Rubén Rivas aguarda una señal que los dirija. “Queremos olvidar lo que pasó. Por eso, en la casa donde murieron haremos una iglesia para el Señor”.
Pensativo y callado, Jasmani Rivas aún llora la pérdida de su madre, de su hija de 4 años y de quien fuera su pareja. El joven niega los rumores sobre una supuesta deuda o problemas con sus clientes como causa de las muertes, niega una venganza.
El fiscal Stalin Coca, quien realizó el levantamiento de los cadáveres, presume que los asesinos forman parte de una pandilla.
Jasmani Rivas trabaja como taxista en la Balerio Estacio. Pero, por las amenazas, ahora solo busca otro sitio para vivir con su actual esposa, quien se encuentra embarazada. “Dicen que van a acabar con toda nuestra familia. No sabemos por qué tanto odio”.
La causa ¿fue robo o venganza?
Aunque la familia Rivas Tigrero solo espera la justicia de Dios, la Unidad de Delitos contra la Vida de la Fiscalía dirige una investigación, en coordinación con la Policía Judicial (PJ), para esclarecer el triple femicidio registrado en la cooperativa Balerio Estacio.
Víctor Molina, subjefe de la Brigada de Homicidios de la PJ, señala que están en la etapa de indagación previa y que una hipótesis que no se descarta es el robo.
Sin embargo, Juan Salvatierra, médico forense de la Policía, baraja otra teoría, cuya principal motivación sería una venganza, debido a la crueldad.
Según el reporte del Departamento Médico Legal de Guayaquil, las tres muertes tuvieron un alto grado de violencia. Rosa Togrero, de 51 años, recibió ocho disparos: al menos tres de ellos comprometieron órganos vitales como el hígado, el corazón y los pulmones, y otro perforó su cuello y atravesó la garganta.
Brithany, de 4 años, recibió dos balazos, uno en el tórax y otro en el hombro; mientras que su madre, Roxana Morante, de 21, recibió dos, uno en la cabeza. Al parecer, la pequeña y su madre fueron atacadas mientras dormían.
Los agentes policiales descartan que haya sido un asesinato por deudas, en especial por la condición
socioeconómica de la familia. Consideran que pudo ser un robo, debido a que hay indicios (la investigación avanza bajo reserva) de que la madrugada del 29 de mayo los atacantes buscaban una supuesta cantidad de dinero en la humilde casa de caña.
La Fiscalía indaga otras posibles razones de venganza. Los delitos en la Balerio Estacio, como los asaltos en cada esquina, marcan el día a día entre sus habitantes. La venta de drogas, las peleas entre bandas y la violencia mantienen atemorizados a la gente.