Los asaltos provocan 8 impactos sicológicos

Ya no es la misma de antes. El asalto, en el 2007, le cambió su vida. No volvió a subir a un bus sola. Tampoco camina sin compañía. Son las secuelas del ataque que sufrió mientras esperaba el bus en el puente 2 de la autopista General Rumiñahui, en el oriente de Quito.

Lucía (nombre protegido) tiene 20 años y desde hace dos utiliza su auto para movilizarse a cualquier zona de la capital. Entre el 2007 y 2012, sus padres la llevaban a los sitios que frecuentaba y luego la recogían. Hoy, aún recuerda las amenazas, el aspecto físico de los sospechosos, el arma... Todo, “No grites o te mato”, “Somos cuatro así que no vayas a correr”, le advirtió uno de ellos con un cuchillo. Ella, que entonces tenía 13 años, entregó el dinero y el celular. No se resistió.

Daniel (nombre protegido) también guarda la imagen de los asaltantes que lo atracaron cuando esperaba que la puerta del garaje se abriera. Los armados rompieron los vidrios del vehículo y se llevaron su billetera, el celular y las llaves.

Desde entonces, cuando ve desconocidos acercarse a su auto, la reacción es la misma: sufre taquicardias y suda.

La psicóloga Carolina Espinosa, directora del Centro Terapéutico Ansuz, detalla que esas solo son dos de las secuelas físicas en las víctimas que sufren eventos violentos.

El llanto excesivo, el insomnio, las pesadillas, la ansiedad, la falta de apetito o la depresión son otros de los síntomas.

Miguel E. tiene 27 años. Es venezolano. Vive desde el 2012 en Ecuador. Hace tres semanas fue a una discoteca en la plaza Foch (Quito) con un grupo de amigos. Dos hombres se acercaron y les ofrecieron unas cervezas. Al principio dudó, pero al ver que sus compañeros bebían, él también lo hizo.

Fue lo último que recuerda. Al día siguiente amaneció en su casa golpeado y con fuertes dolores de cabeza. Un médico le dijo que pudo haber sido drogado con escopolamina. Sus amigos tampoco saben qué pasó esa noche. El dueño del local encontró a Miguel en el piso y hablando incoherencias.

Tras esa experiencia, el joven tiene pesadillas y se levanta por las noches gritando “escopolamina, escopolamina...”.

En Quito, entre enero y julio de este año, 3 170 personas denunciaron en la Fiscalía y en la Policía Judicial haber sido víctimas de robos con violencia o amenazas, según el último informe del Observatorio Metropolitano de Seguridad Ciudadana (OMSC).

La calle, dentro de los vehículos o en locales comerciales son los escenarios principales donde ocurren los robos, precisa el organismo.

Hace tres años, Fabián y su esposa vivieron eventos traumáticos que aún no logran olvidar. Él relata que en ocasiones siente paranoia y cree que desconocidos ingresarán otra vez a robar a su casa. Ya no duerme tranquilo. Escucha “forcejeos” en la puerta y pasos que le impiden conciliar el sueño.

La terapeuta Espinosa advierte que las víctimas de asaltos deben buscar ayuda de un especialista cuando las secuelas impiden llevar actividades cotidianas con normalidad.

Pero, ¿por qué es difícil olvidar este tipo de hechos? El neurocirujano Julio Gordillo explica que las experiencias traumáticas se graban en zonas específicas del cerebro.

El aspecto físico del sospechoso, un tatuaje o una cicatriz se quedan almacenadas en el hipocampo derecho. Y los sonidos en el hipocampo izquierdo (ver infografía).

Por ejemplo, si los sospechosos de un robo huyeron en motos, las víctimas asociarán el asalto siempre que escuchen el ruido de ese vehículo cerca.

Además, cuando una imagen o sonido evoca un momento traumático hay otra reacción en el cerebro: las cargas de dopamina o serotonina aumentan. Se trata de neurotransmisores que están conectados al estado de ánimo y las emociones

Lucía comenta que pese a que no puede subir a un bus o caminar sola no acudió a terapia. “Para mis padres el robo no ameritó terapia psicológica”. Ahora ella prefiere usar su auto. Lo mismo ocurrió con Fabián. La secuela -dice- es grande, pero no ha buscado ayuda.

Espinosa aclara que muchas víctimas tratan de controlar los síntomas tras un hecho violento y prefieren no ir al especialista. También, creen que con el tiempo las secuelas pasarán.

La psicóloga conoce, sobre todo, casos de padres que llevan a sus hijos a terapias. Esto, porque los menores son más vulnerables a sufrir secuelas cuando viven hechos violentos. El bajo rendimiento escolar, la incontinencia urinaria, el miedo a la muerte o a la oscuridad son algunos síntomas.

De los pacientes que llegan al consultorio de Gordillo, entre el 30 y 40% son pacientes que sufrieron violencia civil.

Algunos acuden por golpes craneales que sufrieron en el asalto y otros porque padecen trastornos emocionales.

El médico les analiza y si no hay lesiones ni hematomas, deriva los casos a un psicólogo.

Miguel dice que, por ahora, prefiere no salir en las noches, pues asegura que teme ser agredido por desconocidos. Daniel, en cambio, se fija quién está cerca del garaje cuando llega con su auto. Todos se han vuelto más desconfiados y obsesionados con la seguridad.

TOME EN CUENTA


No todas las personas
reaccionan igual a un evento violento. Si sufre secuelas que cambian su rutina, busque ayuda.

Según los expertos, acudir a un espectáculo de humor (circo, monólogos) es una manera de olvidar un mal rato.

Hacer deporte también ayuda al cuerpo y a la mente a borrar los hechos violentos. No se encierre en su casa a recordarlos.

Rodearse de su familia y de amigos favorece la recuperación emocional. Con ese apoyo se sentirá más seguro.

Si su hijo presenció un asalto, lo mejor es llevarlo al especialista. Advierta a tiempo posibles secuelas emocionales.

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