Los roces, las ventas y el acoso son comunes en los buses urbanos
‘¡Venga, Plaza Artigas, Quicentro, el Comité, por toda la Seis!”, grita Gabriel Solís, controlador del bus 1399 de la Cooperativa Alborada. Mientras trota por la calzada de la avenida Pichincha, en el sector de La Marín, en el centro de Quito, levanta la mano derecha para llamar a los pasajeros.
Son las 07:45 de un miércoles. Los transeúntes soportan el frío quiteño. Algunos van con abrigos, chompas o bufandas.
En el playón de La Marín no hay infraestructura de una parada de buses convencionales. Sin embargo, en la acera de la avenida Pichincha y Pedro Calisto, los usuarios se aglomeran para esperar la llegada de un bus. En esa esquina, las unidades que van al norte de la ciudad giran en U para hacer un nuevo recorrido.
Estacionado en esa esquina está un bus de la Cooperativa Monserrat, que hace el recorrido Marín –Carcelén. Las personas corren para subirse. En menos de tres minutos, los asientos y el pasillo del carro son ocupados por ansiosos usuarios que miran constantemente el reloj y golpean la carrocería, gritando: “¡Vamos, que no estamos de paseo!”.
De acuerdo con el Plan Maestro de Movilidad 2009-2025, los viajes de transporte convencional se concentran en el llamado ‘hipercentro’, entre La Y y la Villa Flora, incluyendo al Centro Histórico. A diario se realizan 1,4 millones de viajes en buses urbanos.
El sistema de transporte público está constituido por 109 rutas, las cuales son operadas por 2 137 buses que circulan en la ciudad.
Pocos metros más al sur avanza despacio un bus de la Cooperativa Alborada. Solís se balancea colgado de un tubo de la primera puerta y cuando sube alguna mujer joven no duda en ayudarle a ingresar a la unidad azul con capacidad para 45 pasajeros sentados y 30 de pie. En el bus el ambiente es calmado y silencioso, las personas suben con menos dificultad y ocupan todos los asientos, pero el pasillo está despejado.
Al llegar a San Blas, el semáforo está en rojo y 15 personas suben. El silencio que se sentía se rompe de a poco, las voces de los usuarios se mezclan con el ritmo contagioso del salsero Óscar de León, que se escucha por los tres parlantes.
Una cadena bordea el asiento del recaudador. Andrea Puga, estudiante, pregunta a Solís si puede sentarse ahí. “Claro mi niña”, le responde con una sonrisa.
Por el carril izquierdo de la avenida Gran Colombia avanza un articulado de la Ecovía, en la parte posterior hay una gigantografía con la imagen de una mujer y la frase ‘Lo que me dices no me halaga’. El rótulo hace referencia a la campaña Quiero andar tranquila, calles sin acoso, que busca erradicar el acoso a las mujeres en el transporte y espacios públicos.
La iniciativa del Cabildo arrancó el 4 de octubre, en el sistema de transporte municipal. Pero el acoso no solo se da en las unidades del trole, Ecovía o corredores, también en los otros buses.
En el sector de El Arbolito suben seis personas y hacen maniobras para ingresar. Por tanta aglomeración, los vidrios se empañan. Intentar abrir una ventana resulta casi imposible por la dureza con la que fue cerrada. De pronto un hombre hala con fuerza la manija de la ventana y la abre. “Nunca falta un comedido que acuda en ayuda de una mujer”, dice entre risas Leonor Pillajo, de 75 años. Ella viaja de pie y sostiene con fuerza su cartera.
Al ingresar por el paso a desnivel que sale a la av. 12 de Octubre, el bus acelera y por el movimiento es imposible evitar roces entre los pasajeros de pie. Dos hombres se ubican en las gradas de la segunda puerta. Uno de ellos no baja la mirada de una mujer con uniforme de oficina; su estrecha falda y sus ojos claros resaltan. Ella busca la forma de arrimarse a la carrocería. Sostiene su cartera con la mano y rápidamente la coloca para cubrir sus piernas.
Desde el estadio, los pasajeros bajan del transporte y muy pocos suben. Al llegar a El Inca hay 12 asientos disponibles. Diana, la mujer de los ojos claros, (pidió no mencionar su apellido) se levanta del asiento que halló después.
Con sus manos se acomoda la minifalda y presiona el botón rojo para anunciar la parada. Solís baja por la primera puerta, corre hacia ella y al extender su mano para recibir los USD 0,25 del pasaje aprovecha para sostenerle la mano por unos segundos.
La presencia de los vendedores es constante
Al mediodía, el sol pega fuerte. Por la avenida Maldonado, en El Recreo, la larga fila de buses azules no llama la atención. “Es común a las horas pico”, dice Marco Chinachi, vendedor de diarios.
Se sube al vuelo en el bus 1717 de la Cooperativa Metrotrans, que va desde el estadio hasta San Fernando, en Guamaní. Hay nueve asientos disponibles. Los ocupantes, en su mayoría, son colegiales. A la altura del cuartel Epiclachima, un vendedor de mandarinas sube al bus con varias fundas. “A dólar, a dólar la funda de diez ”, anuncia.
No vende nada. Paulina Mier, colegiala, no mueve la mirada del espejo que sostiene en su mano derecha y con habilidad y pulso delinea sus párpados.
En el puente de Guajaló sube un vendedor afroecuatoriano. Viste jean, una desgastada camiseta azul y gorra roja. Es alto y robusto; en su mano sostiene una funda de plástico negra. Su voz grave llama la atención de la gente. Emplea un lenguaje coloquial, saca de la funda dos paquetes de galletas y los reparte entre los viajeros. “No, gracias”, dice una pasajera, y mira por la ventana. Eso no impide que el vendedor bote, con furia, las galletas a las manos de ella. Recorre todo el bus y dice, “apóyenme, la gente dice no robes pana, trabaja, pide y se te da, los dos paquetes por USD 0,50”.
Cinco usuarios le compran las galletas. Después de que el vendedor abandona el bus, María Narváez toma a su hija de tres años y camina hasta un asiento de la primera fila.
William Bacom, controlador de la unidad, permanece sentado sobre una colchoneta gris que cubre el motor del carro. Dice que durante un recorrido -que dura una hora y media- se suben alrededor de 30 vendedores.
Por la ventana del bus que recorre la avenida Maldonado y la Panamericana Sur se ven varios negocios comerciales, rótulos de todo tamaño y color. Al subir por una empinada calle sin nombre, el polvo de la vía sin pavimentar ingresa por las ventanas.
Hay cinco personas en el bus. Por precaución se sientan en los primeros puestos. Ya en San Fernando, más al sur, la vista del volcán Cotopaxi es espectacular.
Después de que todos los usuarios salen, Bacom barre el pasillo, compra un yogur de funda y unas galletas y espera 10 minutos para volver a iniciar el recorrido.