A 100 metros de la salida del túnel Guayasamín, en dirección hacia Cumbayá, hay una tienda que no tiene nombre. Se la reconoce apenas por un pequeño y casi ilegible letrero de Coca-Cola.El sol de las 09:00 brilla sobre el asfalto de la carretera y los carros pasan a velocidad, agitando el aire. Parece un local abandonado. No hay nadie detrás de la vitrina. Tampoco hay clientes circulando por el borde de la carretera.
Dos horas antes, sin embargo, ese lugar era un hervidero de personas que toreaban autos, cruzaban la calzada y agitaban el dedo pulgar. Desde hace cinco años, ese es el trajín de todos los días de los habitantes del barrio Bolaños. Ellos viven en una pendiente y para llegar a sus casas no hay vías de acceso. Para conseguir un carro, tienen que salir a un costado de la vía al túnel Guayasamín.
El conocido y azaroso arte de jalar dedo es la principal alternativa para entrar y salir de Bolaños, un barrio que está a 1,6 kilómetros de la Plaza Argentina, en pleno centro norte de la ciudad. 100 familias utilizan todos los días esa estrategia para movilizarse.
Ellos, seguramente, no figuran en las estadísticas de movilidad de la ciudad. El tiempo que deben esperar para cruzar el túnel que los separa de la urbe depende de la buena voluntad de la gente que sube, en vehículos, a Quito desde el valle de Cumbayá.
Si hay suerte pueden ser unos 15 minutos de espera. Caso contrario, 30 o más. María Achig, la dueña de esa única tienda del sector, mira a sus hijos pugnar diariamente por atravesar el túnel. Su hijo Franklin, por ejemplo, trabaja en Sangolquí y sale a las 06:15.
Para los hombres es más difícil aplicar la improvisada práctica. “La gente generalmente desconfía de los hombres. Los automóviles nunca los recogen. Solo las camionetas los llevan”, dice Achig, mientras espanta a un gato desaliñado llamado Pepe.
A las mujeres les va mejor, aunque no demasiado. Verónica Mena, esposa de Franklin, todos los días sale a las 07:15 para dejar a su hijo David en el jardín de infantes. También lleva en brazos a Erik, de 1 año. Espera unos 15 minutos hasta que la lleve un carro. Casi siempre es una camioneta.
Una vez en el partidero de Tumbaco, le queda otra media hora de caminata hasta el Jardín Carmela Mideros, en la 10 de Agosto y República. Ella no se asusta por la magnitud de la caminata, más bien la divierte. “Acá somos buenazos para caminar”, ríe.
¿No sería más fácil cruzar de una vez el túnel? Ella mira con curiosidad a su interlocutor antes de responder. Sus ojos tienen una expresión irónica e inquisitiva. Luego dice: “No, pues. El humo es peligroso para los niños. Además, el ruido retumba en los oídos”.
Para ellos, el túnel es como una muralla infranqueable. Cruzarlo es la última opción. Preferirían “arriesgar la vida” en un chaquiñán que cruza la quebrada del Machángara y que les toma 30 minutos hasta la Plaza Argentina.
No todos piensan así. También hay temerarias excepciones. En general son aquellos que no tienen hijos. Luis Tipantuña, un obrero de la construcción de 18 años recién cumplidos, pertenece a ese grupo.
Cuando tenía15 años se vino de Tulcán. La razón oficial fue que venía a buscar trabajo. La verdadera fue que tenía el corazón quebrado por una pena de amor. “Ella tenía 17 años, dos más que yo. Yo trabajaba en una hacienda. En esos ratos había estado también con un amigo mío. Cuando me enteré, terminamos. Un mes después, ellos se casaron”.
Cuando se subió al bus interprovincial se juró a sí mismo que no volvería nunca. Hasta ahora lo ha cumplido y dice que, a veces, todavía se acuerda de ella cuando cruza diariamente el túnel y el tremor de los ventiladores le zumba en todo el cuerpo.
Aunque aleatorio y fortuito, el sistema de transporte de Bolaños, de todas formas, funciona. Muchos conductores de Cumbayá ya reconocen a esa tropa de vecinos que se para al filo de la carretera con el pulgar extendido.
Cuando tiene la ventaja de que sus padres le prestan el auto, Pedro Bermeo, un fotógrafo de 19 años, siempre recoge a la gente de Bolaños. Él ha sufrido en carne propia lo que es depender de la voluntad de otros .
A veces ha tenido que caminar desde la terminal de La Ofelia hasta su casa en Puembo. “Cuando te paras en la calle a jalar dedo, las personas de los carros te ven con desconfianza. Es duro, por eso intento hacer lo contrario”.