José Chuquitarco trabaja en la limpieza de sumideros. En el Pinar Alto retiró tierra y basura de las alcantarillas. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO
Todos trazamos una línea en alguna parte. Y tratamos de que sea lo más recta posible. José Guillermo Chuquitarco Chuquitarco la dibujó, marcó y remarcó bajo tierra, justo debajo de donde el resto de mortales vive sus dichas o tragedias y cultiva sus esperanzas.
Este cotopaxense nacido en Pujilí hace 58 años recuerda -con una memoria sin ningún rasguño aún- que llegó de muy niño a Quito y residió en uno de los rincones más humildes de La Ferroviaria Alta. Junto a sus padres y cuatro hermanos.
Debido a las estrecheces económicas, solo pudo estudiar la primaria en la Alfredo Pérez Guerrero y, al otro día de acabar la escuela, lanzarse casi ciego al duro ruedo citadino buscando alguna entrada que sume al magro ingreso familiar, siempre insuficiente.
Entonces aprendió albañilería, cerrajería, carpintería… y hasta sacó un titulito de electricista en la Universidad Popular, entidad que ayudaba de esa forma a los más desposeídos. Y las chauchas se convirtieron en su modus operandi.
Lo curioso es que este hombre pequeño pero robusto encontró el oficio que le ha dado para vivir con decencia, mantener a cuatro vástagos, ser dueño de una casa en Chaguarquingo y un lote en el norte y tener siempre contenta a Patricia Jiménez, su único amor, de una manera casi fortuita.
Sucedió, además, cuando apenas acabó el servicio militar obligatorio, a los 20 años cumplidos, lo que hace unas cuatro décadas era como recién haber salido del cascarón. Su remembranza se remonta al 13 de abril de 1983. Ese día presentó su carpeta en la Empresa Municipal de Agua Potable y Alcantarillado y, para su sorpresa, fue aceptado y colocado en su nuevo puesto ipso facto.
¿El trabajito? Pues la “endoscopia”, limpieza y mantenimiento de defensas de quebradas, sumideros, alcantarillas, redes macizas (conectores grandes) y conexiones familiares de la amplia red del alcantarillado quiteño que, en ese tiempo, era mucho más modesta que la actual, que tiene 175 000 desfogues y pozos.
Las cuadrillas actuales incluyen, además de los obreros, modernos equipamientos mecánicos como succionadoras, hidrojets, minicargadores, eductores, volquetes con elevadores y hasta un minirrobot que ausculta el interior de un pozo o túnel como si fuera un dron subterráneo.
De esta manera se adecúan, en promedio, 900 sumideros diarios que, en invierno, suben a 1 300 y más, pues los pedidos de reparación de los ciudadanos aumentan en un 30%.
Volviendo a sus inicios de “topo de ciudad”, José recuerda que la labor diaria era netamente manual.
Y con poca protección pues carecían del equipamiento actual que incluye mascarillas, botas, guantes, cascos, audífonos aisladores, además de los ganchos, cuerdas, picos y varillas de sondaje.
Será por eso, explica con una sonrisa pícara, que uno de los ‘requisitos’ que se exigía a quienes querían bajar a los colectores y pozos profundos era que les gustara el licor y lo tomaran con regularidad. “Entonces se pensaba que el trago ayudaba a soportar los malos olores y la toxicidad que emanan las basuras en descomposición”.
El licor, asimismo, causaba en estos buzos urbanos parecido efecto a los que el shot de tequila o el vaso de whisky logran en los artistas nerviosos antes de salir a escena: les templaba los nervios.
No obstante, al hombre le costó media vida adaptarse a ese frío que humedece los huesos hasta ablandarlos, a esos olores que anulan el sentido del olfato más que el covid y, paradójicamente, a ese calor extremo que envuelve los rostros hasta sofocarlos.
Trabajar en pozos que tienen más de 40 metros de profundidad y túneles de hasta 80 metros de largo, como los de Miraflores o Carcelén, es como bailar con el diablo para salir del infierno, dice José, a pesar de que ya lleva 36 años en esas tareas. Otros dos años trabajó elaborando los tubos de hormigón para las alcantarillas en la fábrica de la Mariana de Jesús y Valderrama.
Y en esta rutina sigue, formando parte del carro 110, junto a otros dos compañeros y confiando en el hidrosuccionador y la manguera de presión para extirpar de los sumideros las basuras y desechos que acarrean los aguaceros… y también de los que son botados sin conciencia por los propios quiteños.
Conforma, asimismo, el contingente humano de más de 90 colegas que se dividen en tres turnos (08:00 a 16:30; 10:00 a 18:30); y el nocturno, de 20;00 a 06:00, que es el más duro, pesado y complicado.
Y aunque aprendió a ser feliz y verse realizado en las profundidades de los pozos y colectores, José espera completar los 60 años, jubilarse con dignidad y dedicarse sin reservas a sus aficiones: cuidar de sus cuicitos y gallinitas; sembrar hortalizas y legumbres en su lote; y vivir en armonía con su Patricia y sus hijos, quienes comparten penas y alegrías junto a él en Chaguarquingo.
Y claro, sin levantarse a las cuatro de la madrugada, como lo hace ahora, para cumplir con esas obligaciones.