Este es el primer año luego de la pandemia en el que los músicos van a poder ingresar a los cementerios y prestar sus servicios en el Día de los Difuntos. Ramiro Guañuna tiene listo su traje. Espera que le lluevan los contratos y poder ayudar a que las personas se conecten con sus familiares que ya no están.
Un descubrimiento casual
No le temo a los muertos. Son personas como nosotros que ya no están aquí; pero (creo que) una parte de su alma se alegra cuando alguien se acuerda de ellos, o cuando se les dedica una canción. La música tiene ese poder de sobrepasar la línea de la vida y la muerte e incluso alegrar a los que se nos fueron.
Desde hace 12 años me dedico a llevar serenatas a los cementerios. Tengo 46 años y aprendí a tocar la guitarra a los 12. Nadie me enseñó. Compré un libro de método que vendían en los locales de instrumentos y solito me instruí. Siempre me gustó la música folclórica. También sé tocar el charango, las zampoñas, la quena y el bandolín.
La música es lo que me llena de vida, pero no lo que me llena los bolsillos, así que cuando no tengo muchas presentaciones, me dedico al oficio de carpintero. Con mi esposa, con quien tengo dos hijos, solíamos vender flores afuera de San Diego desde el 2008. Ella se llama Rocío Simbaña y es mi apoyo.
Dos años después, en el 2010, mientras ella vendía ramos, yo entré a dar una vuelta al camposanto y me llamó la atención un señor que estaba tocando la guitarra. Entonces me interesé. Dicen que mi abuelo de madre fue músico y que yo heredé ese don de él. Yo tocaba en todos lados, en reuniones, con amigos, en la calle… Entonces me dije: ¿por qué no en el cementerio?
Luego conocí a Luis Caizaguano, quien tocaba el acordeón como pocos, y con él empezamos a dar serenatas. La primera vez que toqué ahí fue impactante. Antes, aunque vendía flores, nunca me conecté con quienes visitan las tumbas. Pero cuando cantan conmigo, siento su dolor. Esos tres días de finados del 2010 toqué de 08:30 a 17:00, y terminaba agotado.
Recuerdo que me dolían los dedos y tenía las yemas lastimadas. También los pies porque todo el tiempo se debe caminar. La cabeza, por el sol, y también el corazón, de ver tanto dolor. Antes de la pandemia, cuando me iba bien, cada día daba unas 40 presentaciones.
Cada contrato incluye tres canciones y cuesta USD 5. Toco la tradicional Vasija de barro, también Panteón Generoso y el pasillo Camino al Cielo. Por lo general toco pasillos, pero también yaravíes. Hay tres fechas en las que la gente nos contrata más para cantarle a los muertos: el Día de la Madre, el Día del Padre y el Día de los Difuntos. Este último es en el que mejor me va.
Los otros días también suelo ir a San Diego porque hay ocasiones en las que me contratan para traslados. Acompaño a la familia con el féretro, y toco en el entierro. Por eso cobro USD 20. Para mí, este oficio es muy importante y lo hago con el corazón. Me pongo mi camisa y mi pantalón de casimir. A veces voy con terno, dependiendo del caso.
Con sentimiento
He aprendido a convivir con el dolor. A conectarme con la gente. A veces, cuando estoy tocando un pasillo, y las personas se quebrantan, a mí también se me van las lágrimas. Cuando el ser al que han perdido es un hijo o una hija, o un padre, me imagino ese dolor terrible.
Es más, ya lo viví en el 2011 cuando mi padre falleció y yo intenté cantar y no pude. También canté cuando mi primo, Paúl Guanuña, fue asesinado en el puente de Zámbiza. Algunas veces he tocado en el cementerio de mi parroquia, y en Calderón, pero ahí más toca la banda.
Somos un grupo de músicos los que nos dedicamos a esto. A San Diego, por ejemplo, entran mariachis, tríos, requintos… Y para todos hay trabajo. No es fácil conseguir clientes. Si uno se queda parado, nadie se le acerca. Uno debe saber moverse y ofrecer los servicios.
Cuando veo a alguien, me acerco y le digo: ‘señorita, quizás le gustaría que toque unas tres canciones para su familiar o amigo’. Casi siempre me dicen que sí. Cuando llega un músico nuevo, y le veo que está ahí sin saber qué hacer, le llevo y le enseño para que agarre confianza.
Nunca me ha pasado nada extraño en el cementerio. Y eso que he estado mucho tiempo y solo. Pero sí hay es zonas más pesadas que otras. Por ejemplo, en San Diego, en la parte de arriba donde es la fosa común, se siente medio feo. Por ahí prefiero no pasar.
Pero nunca he visto un fantasma, al menos no en la vida real. Aunque el primer día que trabajé dando serenatas en las tumbas tuve una pesadilla. Fue quizás porque estaba cansado por el exceso de trabajo, y esa noche soñé con niños muertos y el cementerio. Pero no me dejé ganar por el miedo. Y al día siguiente, agarré mi guitarra y regresé.
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