Las mujeres son un pilar en el oficio de hacer ladrillos

María Quishpe, de 59 años, pone la mezcla para elaborar ladrillos en los moldes que dejan al sol. Fotos: Patricio Terán / EL COMERCIO

María Quishpe, de 59 años, pone la mezcla para elaborar ladrillos en los moldes que dejan al sol. Fotos: Patricio Terán / EL COMERCIO

María Quishpe, de 59 años, pone la mezcla para elaborar ladrillos en los moldes que dejan al sol. Fotos: Patricio Terán / EL COMERCIO

Las manos están cubiertas por una mezcla de tierras negra y amarilla, cementina y agua. Se suma una faja alrededor de la cintura para reducir el impacto por inclinarse constantemente. Esta es la estampa de María Quishpe, mujer de 59 años que cada mañana espera un día soleado para hacer ladrillos.

La jornada empieza a las 06:00. Así ha sido desde que ella tenía 10 años, cuando luego de llegar a Quito con sus padres, desde Riobamba, empezó el oficio de elaborar el material de construcción. Ella también comparte las tareas con dos de sus hijas, Doris y Diana Villamarín, de 26 y 25 años.

La mano de obra femenina en este oficio es una constante en las cerca de 10 ladrilleras en el sector del Camal Metropolitano y otras más en Guamaní, en el sur. No es raro encontrar familias enteras en las tareas.

Colocar la mezcla en moldes de 10 espacios es la labor principal de Quish­pe, en la calle Camilo Orejuela. Sus hijas cargan la mezcla, preparada por el esposo de la mujer, William Villamarín, que aprendió el oficio con ella.

También colabora el hermano de María, Segundo Quishpe, de 65 años.
Todos, salvo la menor de las jóvenes, viven juntos en una mediagua, a unos pasos del espacio de trabajo. La mayor, quien tiene una hija, se encarga de preparar el desayuno, mientras el resto empieza la jornada, que en los días de lluvia prácticamente es nula.

Diana vive cerca del lugar de trabajo y es madre de dos pequeños. Acude a diario para apoyar en la tarea y para que el oficio de sus padres siga vivo.
Héctor López, investigador y fundador del portal Los Ladrillos de Quito, relata que cuando llegaron los españoles se encontraron con que no había minas de cal, material para compactar la mezcla que usaban para las construcciones. Así, los ladrillos que se elaboraron en esa época se arrumaron en lo que hoy es El Tejar. Optaron por construir a la usanza indígena, con adobe y reusando piedras de edificaciones antiguas.

Después de 25 años del arribo de españoles se identificaron minas del material en la actual Píntag, recién ahí se empezó a elaborar la argamasa. López cuenta que la construcción pionera fue La Catedral.

En El Tejar y en San Diego estaban algunos de los primeros hornos. Ya entrado el siglo XX proliferaron en el sur de la capital y al pie del Pichincha. En barrios como El Trigal o La Primavera hay vestigios de lo que un día fue una actividad cotidiana. En el primero, todavía se puede ver la armazón de un horno.

En Quito no se conoce el número exacto de ladrilleras. La Secretaría de Coordinación Territorial refiere un estimado de 70 negocios de venta de materiales de construcción (ripio, cemento, madera, arena, ladrillo, grava, entre otros).

Luz Iza lleva 20 años dedicada al oficio de ladrillera, en Guamaní.

En el sur, la actividad es una fuente de empleo. Ese es el caso de Luz Iza, oriunda de Cotopaxi y quien lleva 20 de sus 57 años en el oficio. Lo aprendió de quien fuera su suegra.

Mientras transporta en una carretilla la mezcla para colocarla en los moldes, se le escapan unas lágrimas: uno de sus cuatro hijos falleció hace tres meses y desconoce la causa. Ella vive con su hija Jessica y su nieta Kimberly, que tiene 10 años.

Iza comparte su nostalgia por no haber ingresado a una escuela, pues empezó a trabajar a los 10 años. Hoy, su jornada empieza a las 05:00 y se extiende, según las condiciones del clima, hasta las 14:00.

Iza y su compañera, Elvia Amancha, de 37 años y madre de cinco hijos, además de las molestias en la espalda comparten lo dura que ha sido la pandemia. Las ventas han sido bajas y no han podido acceder a los bonos estatales ofrecidos ni a los kits alimenticios. No pierden la esperanza de tener una vivienda propia.

Entre ambas, en un día soleado, logran hacer unos 400 ladrillos. En el caso de Quishpe y su familia, pueden sumar unos 1 000. Pero con darle forma a la mezcla no termina el proceso. A veces, el secado lleva cerca de dos meses para recién ir al horno.

Salvador Tipán, titular de la ladrillera de Guamaní, donde trabajan Iza y Amancha, explica que con las lluvias el grueso de las construcciones se detuvo o bajó el ritmo. El horno, en una propiedad arrendada, tiene capacidad para 12 000 ladrillos y está cargado desde hace un mes. En este tiempo solo ha logrado vender 3 000.

Un ciento de ladrillos puede costar entre USD 15 y 20. Las mujeres ganan USD 40 por cada 1 000 unidades.

Diana Villamarín, en cambio, cuenta que su familia paga USD 200 al mes por el lugar donde está el horno, que tiene capacidad para 8 000 ladrillos. Para cargarlo contratan a cinco personas. Ya en el fuego, el proceso puede tomar unas 32 horas y se debe dejar enfriar por ocho días. Cuando el clima no acompaña o la venta es baja, optan por el reciclaje o “lo que haya”.

Tipán y su esposa, Ana Montesdeoca, se dedicaron por 25 años al oficio. Ambos lo dejaron por temas de salud. Hoy dan empleo a Iza y Amancha. Al igual que Villamarín y Quishpe, comparten una preocupación: las regulaciones municipales sobre el impacto ambiental. Insisten en que los hornos no se encienden frecuentemente.

La Secretaría de Ambiente informa que esta actividad, normalmente, se asienta en zonas semiurbanas, de tipología industrial y para su funcionamiento deben obtener la Licencia Única de Actividades Económicas, en las Administraciones Zonales.

Los hornos generan material particulado, dióxido de nitrógeno, monóxido de carbono y dióxido de azufre. La Secretaría dice que hay que considerar la situación socioeconómica de quienes se dedican al oficio, que se requiere intervención de entes de inclusión social y apoyo técnico.

Iza, mientras acomoda su gorra, con una hilera de ladrillos de diversos tonos de fondo, responde contundente: “Si cierran, ¿adónde vamos a ir?”.

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