Según la Dinapen, La Mariscal, la av. Colón, la zona de La Carolina y El Centro Histórico, son los sectores donde hay más presencia de niños trabajadores en Quito. Foto: Alfredo Lagla / EL COMERCIO
Apenas sabe sumar y restar, pero es suficiente para el trabajo. Él es Anthony, el más bajito de los niños que venden dulces y cigarrillos en La Mariscal, la zona rosa de Quito.
Mide algo más que un metro de alto, es delgado y le gustan los choclos cocinados. Hace menos de un mes terminó el segundo año de educación básica y en lugar de jugar o disfrutar del verano, sale a trabajar en las calles. Lo hace para ayudar a su mamá y para adquirir zapatos nuevos para la escuela. “No quería quedarme solito en la casa”, cuenta el pequeño, la mañana del martes 26 de julio del 2016.
Anthony asegura que es el primer verano que se dedica a vender. Por eso otros niños en La Mariscal, que ya tienen más experiencia en el oficio, lo cuidan y miran con desconfianza a todas las personas que entablan una conversación con él. “Me dijeron que hay unos que les roban para comprar drogas. De esos tengo que cuidarme”, relata el menor.
Según la Dirección Nacional de la Policía de Menores (Dinapen), La Mariscal, la av. Colón, la zona de La Carolina y El Centro Histórico, son los sectores donde hay más presencia de niños trabajadores en la capital. Desde el año pasado, se identificó a grupos de niños que ingresan al Trolebús o a la Ecovía para vender helados, papas fritas, dulces o cantar y pedir “una colaboración”. Incluso los más grandes, cuidan a los bebés o llevan a trabajar a los niños pequeños de hasta tres años.
Foto: Alfredo Lagla / EL COMERCIO
Esta realidad también se repite en la Plaza de la Independencia. Entre las personas de la tercera edad y turistas es fácil reconocer a un grupo de unos 15 o 20 chicos, entre 7 y 15 años de edad, quienes se dedican a lustrar los zapatos.
Pasean con sus cajones de madera, llevan las manos sucias de tinta y de grasa. Sus rostros están bruñidos por el sol. La mayoría de ellos asegura que estudia y que en su tiempo libre, ganan dinero para ayudar a sus papás y “tener para los dulces”.
Joel de nueve años y su hermana Edith, de 11, son de una comunidad indígena de Cotopaxi, pero viven en Quito desde que tienen uso de razón. Entre ellos hablan kichwa, como un idioma secreto porque los demás no pueden entenderlos.
Joel lustra botas y su hermana vende cigarrillos y chicles desde las 08:00 hasta las 15:00. A veces también se quedan dormidos y empiezan su jornada a las 10:00. Su mamá les manda de almuerzo un plátano o avena con naranjilla. Eso sí, cuando están en clases, solo salen a vender por las tardes. “Mi mamá dijo que quiere que estudie la universidad, pero yo quiero ser militar”, cuenta Joel.
El Código Penal actual solo reconoce el trabajo de menores de edad a partir de los 15 años, pero los niños que deambulan por las calles se cuentan por decenas. Solo en La Mariscal, los vendedores regularizados que visten chalecos azules han contabilizado unos 30 chicos.