El 24 de junio se cumplirán 245 años de la segunda rebelión de los sectores populares de Quito que, junto a la élite criolla, se tomaron el edificio de la Aduana de la ciudad y dieron un golpe de muerte a las imposiciones del Virrey de Nueva Granada, don Pedro Messía de la Cerda, cuando quiso imponer el monopolio de aguardiente y de alcabala, que antes estaba en manos privadas.
El pueblo las rechazó en dos levantamientos, uno que estalló el 22 de mayo de 1765, y otro en la señalada fecha de junio. Se los ha llamado apropiadamente la ‘Rebelión de los Barrios’ y datos actuales se pueden leer en McFarlane (1989) y M. Minchon (2007).
En todo caso, el escenario histórico está abierto puesto que esta insurrección está considerada como verdadero antecedente de la independencia de 1809. Quito vivía nueva época con el advenimiento de la dinastía de los Borbones, que estaba reorganizando la Hacienda Real, interviniendo contra la corrupción y el contrabando.
El rechazo a las imposiciones era generalizado y se expresaba en sublevaciones, diríamos no solo en Quito. La Audiencia estaba a la defensiva en las continuas protestas, donde participaban criollos, mestizos de los barrios, y aun comunidades indígenas que, en sus regiones, no cejarán hasta cerca de 1809.
Los historiadores puntualizan parte de las causas a las “reformas borbónicas”. Aunque no siempre se advierten factores subjetivos en las mentalidades de moradores de villas o “villanos”, y entre comunidades organizadas, como es su cosmovisión, que los haría vislumbrar otras utopías y, ¿por qué no?, sueños de libertad.
Un testigo ocular, el padre jesuita Viescas, escribía su ‘Relación compendiosa de todo lo que ha sucedido en Quito en los levantamientos de los barrios y origen de todo’. Los cobros habían empezado, a punto que amenazaban hacerlo sobre hijos en gestación.
A toque de campanas, el 22 de mayo, vecinos -incluyendo mujeres y niños- del barrio de San Roque, se encaminaron hacia la Aduana, localizada en S. Bárbara, logrando apenas huir el doctor Juan Díaz de Herrera, comisionado, y dos oficiales.
La muchedumbre quemó las oficinas y regó el licor del Estanco. La Iglesia apaciguó el movimiento y la Audiencia ofreció quitar la Aduana y el Estanco, dejando pasar un mes con mutuas amenazas.
El 24 de junio “revienta la insurrección sangrienta”, participando los barrios de San Sebastián y San Blas, los cuales no dejaban entrar a Quito sus productos. “Los miserables enfrentaban las balas con piedras”.
Tal vez más de 100 moradores fueron muertos y pocos chapetones. Ya los religiosos no pudieron contener al vulgo, pues “llenos de cólera, hasta las mujeres y niños no querían otra cosa que morir matando”. Chapetones y familias se habían refugiado en los conventos.
Los cadáveres se encontraban en las quebradas. Había triunfado la insurrección y vinieron las capitulaciones: “sacar de la cárcel a los amotinados; que se rindiesen las armas o retirasen los cañones del pretil; que habían de salir de la ciudad todos los europeos que no fuesen casados en Quito; que los jueces no sean chapetones ni obtengan cargos públicos, que se vayan el Corregidor y el Fiscal y se sustituyan con caballeros criollos”. Acaba: “Sublevaciones nacidas de un vulgo estúpido y vicioso”.