En media hora, un antiguo mueble de madera que pertenece a Lucía Claudio se convierte en una vitrina multicolor. Cada mañana, desde hace 44 años, de los desvencijados cajones salen fajas, cortaúñas, espejos, barberas, vinchas, cordones, collares, cajas de betún, muñecos de trapo, trompos y decenas de otros artículos. Ella lo llama “el almacén”.
Cada uno tiene su lugar en el mueble que tiene cuatro cajones en la parte de adelante. Hay dos más, en la parte superior, que se abren hacia los lados y dejan a la vista unas pequeñas repisas donde se exhiben los productos.
Su esposo le compró, en 60 sucres, un puesto bajo el corredor externo del edificio del Colegio Sagrados Corazones, que da a la calle Bolívar. Su abuela, su madre y dos tías también tenían sus puestos en el sitio. “Es una tradición heredada”.
Pero la herencia no solo es familiar sino histórica. En el libro ‘Imágenes e identidades’, editado por el ex Fonsal, se recoge una ilustración de la cajonera. Según el texto, durante la época de la Colonia este personaje fue una fuente de expendio de hierbas medicinales, traídas por los yumbos de las selvas orientales u occidentales.
Hasta finales de la década de 1950, con la demolición de las casas de la cuadra del Palacio Municipal, las cajoneras también se encontraban en el portal de Salinas (entrada al Municipio) y en el portal del Palacio Arzobispal. Actualmente solo hay dos en la plaza de Santo Domingo. “Hasta hace unos 15 años había unos 40 comerciantes en este sector”, recuerda Claudio.
En la década de 1970, la plaza de Santo Domingo era un redondel con una pila en el centro. Por la calle empedrada que rodeaba la rotonda circulaban los buses que llegaban desde la Villa Flora, el Camal y la Kennedy.
Mientras atendía las ventas, vio crecer a sus cinco hijos.
Su cabello es corto y rizado. Tiene una voz amable. Un calentador, una blusa y un chaleco completan su atuendo. Dista mucho de la imagen que figura en la ilustración. Allí se ve una mujer descalza, que tiene su pelo recogido en dos largas trenzas y viste un amplio vestido y un reboso.
Aprovecha las primeras horas de la mañana para practicar gimnasia con los vecinos del barrio La Gatazo, donde vive actualmente.
A las 10:00 llega al centro. Antes de instalarse tiene que limpiar su puesto de trabajo. “A veces el pasaje amanece con basura y lleno de orina en las columnas”. Su cajón permanece guardado en un garaje de la calle Rocafuerte. Por el uso de ese espacio tiene que pagar USD 60 mensuales. Además, todos los días tiene que pagar USD 3 a un cargador para que le ayude a transportar el enorme mueble hasta su puesto frente a la plaza de Santo Domingo.
Aunque durante la temporada de fiestas de fundación de la ciudad, Navidad y fin de año las ventas mejoran, muchas veces apenas alcanza a recoger USD 1 por la venta de la mercadería.
Un bazar y dos proveedores le abastecen de todos sus productos. Ella compra todos los artículos hechos. “Antes me dedicaba a hacer los collares pero pasar los mullos pequeños en el hilo me afectó la vista”. Sin embargo, los lentes solo los utiliza para leer los periódicos y alguna revista.
Los días que no logra reunir los USD 3 para pagar al cargador se queda en casa. Pero eso no le agrada mucho porque asegura que está acostumbrada al ajetreo de la ciudad, al ir y venir de la gente y los carros, a las conversaciones con sus amigos y a la venta de bisutería en su viejo cajón.