Pasó la época del Puchero: frutas, tubérculos y carnes, deliciosa confusión de ingredientes mezclados con hierbas y otros secretos propios de familia, en una gran olla que demuestra la diversidad natural, además, de nuestra herencia histórica en el campo culinario porque, sin duda, sus raíces son los cocidos españoles. Deberíamos entender, entonces, en su sentido literal, que se acabó el momento de lloriqueos y pucheros y que, aunque el plato es delicioso, la situación es deprimente. Demos por terminado un plato de temporada y tomemos acciones definitivas para que la confusión en la que estamos inmersos llegue a su fin.
Nos enfrentamos ahora a otro clásico de la gastronomía nacional, un plato que nadie perdona en su temporada, que algo de religioso tiene como excusa inicial, mezclado con tradiciones indígenas por el contenido de su receta. La fanesca, que como la anterior preparación de la época del Carnaval, es un festín gastronómico que, por su complicación y pesadez invita, en cuanto se lo termina, con masitas y empanadas, a una siesta en la que se espera que además de aligerarse el estómago, cuando abramos los ojos solo nos encontremos con que lo de la confusión de ingredientes y la pesadez de los mismos, desaparezca.
Así como la fanesca, el momento nacional empacha y se queda para hacernos sentir que no hay remedio. La realidad es que, a diferencia del exceso gastronómico, los sueños, al despertar, no demoran en convertirse en dura verdad. La riqueza gastronómica nos lleva, con excusas religiosas o de dioses de antaño, a un breve receso de normalidad, un engaño que adormita sensaciones como nunca ha sucedido en el país ecuatorial, para de bruces toparse con un gran caldero burbujeante.
Este gran cocido vegetariano, que permite no pecar en Semana Santa, desaparece sin esfuerzo ante la familia y amigos alrededor de una mesa, si se tienen las herramientas indicadas, una cuchara y un plato hondo y la decisión para convertirlo en pasado. Ahora, entre granos, no refiriéndome a los que da la tierra, hay gran confusión, muchas ganas de hacer algo pero, al parecer, pocas ganas de verdaderamente cocinar. No hay manera de mezclar egos, vanidades y únicas ideas en un solo gran hervido que determine el futuro del país. A diferencia de los benévolos productos naturales, esta mezcla se convierte rápidamente en una salsa sobrecondimentada y verde. Una desagradable verdad, los chefs andan perdidos. Su habilidad para lograr un gran cocido nacional que alimente a todos, permitiendo el tan mencionado buen vivir, en realidad, es un plato vacío frente a una comunidad que ansiosa enflaquece ante el fuego que carcome la base de la cacerola, sin posible solución.