El senador John McCain III vivió entre la indiscutible hegemonía mundial y el actual aislacionismo estadounidense. Foto: AFP
Con John McCain se cumple aquella sentencia de que no hay muerto malo. El país entero -y el mundo, salvo excepciones- mostraron su consternación por su fallecimiento el 25 de agosto pasado. Incluso su carcelero durante los cinco años en que estuvo preso en Vietnam, Tran Tron Duyet, dijo estar apenado por la muerte de quien es considerado un héroe en todo Estados Unidos.
Menos quizás por uno: el presidente Donald Trump. A contracorriente de la mayoría del país, dijo que McCain no era un héroe. “Es un héroe de guerra solo porque fue capturado. Me gustan las personas que no han sido capturadas”.
Justamente Trump, quien calificó de “cobarde” a Scot Peterson, el policía que estuvo afuera de la escuela de Parkland, mientras un joven mataba a 17 personas, y no hizo nada. De hecho, Trump dijo que él habría ingresado, que habría ido corriendo a frenar al atacante aun si no hubiese tenido un arma. Trump, el hombre que logró salvarse del servicio militar durante la guerra de Vietnam cinco veces, por una dolencia absolutamente menor en un pie.
En cambio, McCain sí fue a esa guerra. Tenía una tradición familiar que seguir. Su abuelo, John Sidney McCain, fue un héroe en la Batalla de Okinawa, en 1945, clave en la II Guerra Mundial. Y su padre, John Sidney McCain Jr., también fue militar y jefe de operaciones en Vietnam. Y cuando en 1967, el avión que piloteaba su hijo, John Sidney McCaine III (tal su nombre completo) fue derribado, se rompió los dos brazos y una pierna, fue atrapado y llevado como prisionero de guerra cerca de Hanoi. Sus captores negociaron con el padre su liberación. Pero dijo que no saldría si no liberaban a sus compañeros detenidos.
“Las cosas le van a ir muy mal”, le dijo el encargado de interrogarlo. Cinco años estuvo allí. Fue torturado. La vida para él ya no sería igual: necesitó terapia psiquiátrica y nunca más pudo levantar sus manos sobre su cabeza.
Tal vez algo de su espíritu militar le sobrevivió en su carrera política. McCain es producto de una época en que la hegemonía estadounidense era incuestionable. Y en el final de su carrera política -y de su vida- debió ver cómo el país era dominado por la figura de un magnate que, en síntesis, desprecia el mundo, se horroriza ante la globalización y el multilateralismo y lleva al país al aislamiento. Nada hace pensar que logrará, como prometió, volver a hacer a América grande otra vez.
Pero “un testarudo”, como lo calificó Tran Tron Duyet, incluso a sus 81 años, no podía permitirse el silencio ante Trump. McCain era un republicano convencido de la doctrina partidaria, que se puede sintetizar en la poca participación del Estado y que el capital regula todas las actividades socioeconómicas, como educación y salud, pero debe tener una gran presencia en lo militar. Sin embargo, no tenía problema en unirse a los demócratas si se trataba de un tema que beneficiaba a “la Nación”. Apoyó el 50% de los proyectos de Barack Obama (que Trump se encarga de desmontar). Su voto en contra de derogar la ley de Salud -conocida como Obamacare- oferta de campaña del magnate, fue decisivo para impedírselo.
Muchos republicanos le temían; muchos demócratas lo respetaban y hasta lo apodaron ‘Maverick’ (disidente), carácter que mantuvo hasta en la muerte y del cual dejó constancia en varios aspectos: una carta de despedida, su último legado para los estadounidenses, en la que critica a Trump; el pedido familiar (que probablemente era el suyo) para que el Presidente no fuera a los funerales, y el deseo de que sus otros rivales electorales, Bush y Obama, ofrecieran la elegía.
Como si eso fuera poco, pidió que su féretro lo portaran Joe Biden (vicepresidente de Obama), Michael Bloomberg (exalcalde de Nueva York y un republicano que ha dicho que aportará a las campañas demócratas en las elecciones de noviembre para derrotar a Trump), el actor Warren Beatty (amigo personal y un demócrata) y el disidente ruso Vladimir Kara-Murza.
No se podría pedir más. Es una señal poderosa frente al ocupante de la Casa Blanca. En vida, McCain cuestionó las relaciones de Trump con su par ruso Vladimir Putin. De hecho, consideró que la cita que ambos mantuvieron en Helsinki y la conferencia de prensa fue “una de las actuaciones más vergonzosas de un Presidente estadounidense del que se tenga memoria” y que “el daño infligido por la ingenuidad, el egoísmo, la falsa equivalencia y la simpatía del presidente Trump por los autócratas es difícil de calcular. Pero está claro que la cumbre en Helsinki fue un error trágico”.
McCain conoció en el verano del 2017 que tenía un tumor agresivo en el cerebro. Desde entonces, cada viernes, en su despacho, reunía a sus allegados y fue planificando sus funerales. “Durante años, el Sr. Trump había usado Twitter y el púlpito presidencial para intimidar y burlarse del senador. En la muerte, el Sr. McCain encontró la forma de tener la última palabra, incluso en voz baja, al dejar claro a través de amigos, que el Sr. Trump no era bienvenido en los servicios”, dice el New York Times.
Dos párrafos de la carta son memorables si se quiere encontrar aquello de quedarse con la última palabra frente a Trump: “Debilitamos nuestra grandeza cuando confundimos nuestro patriotismo con rivalidades tribales que han sembrado resentimiento, odio y violencia en todos los rincones del mundo (…) Lo debilitamos cuando nos escondemos detrás de los muros, en lugar de derribarlos”.
Pero en estas líneas también se encierra ese lado oscuro de McCain. Era un férreo defensor, desde el conservadurismo, de los valores cristianos, era un creacionista. Apoyó desde el Senado todas las guerras en que intervenía Estados Unidos, incluso a pesar de todo lo que él sufrió. “John McCain es un héroe americano de la era de la guerra y el terrorismo”, dice The Guardian.
Varios ciudadanos de férrea orientación demócrata en Estados Unidos no habrían depositado jamás su voto por McCain: eran unos ‘obamistas’ convencidos. Pero sí quieren reconocer que era “bastante humano frente a la mayoría de republicanos”. Es que, en el fondo -y no está del todo mal que así se sienta- no hay muerto malo. Al menos no uno como John McCain III.