Que guste o no, que sea feo o bonito no es el problema de fondo con el mural de Pavel Égüez que la Fiscalía ha puesto en uno de sus muros.
Tampoco si es justo o no que se haga un homenaje a las víctimas de las violaciones a los derechos humanos, como dice la prédica oficial sobre esta obra de Égüez ubicada en la av. 12 de Octubre y que será patrimonio visual, guste o no, de los quiteños.
Incluso se puede debatir sobre el valor de su propuesta plástica. Al fin y al cabo, resulta imposible que una obra que a alguien le puede parecer un pastiche con claro ADN setentero y reminiscencias guayasaminescas no genere discusión si ha sido pintado en pleno siglo XXI.
El verdadero problema del mural “Grito de la memoria” es que en un espacio público y pagado con dineros públicos se haya recurrido a una propuesta gráfica con nítidas posiciones políticas y propósito propagandístico.
En efecto, el mural de Égüez representa una toma de posición ideológica frente al tema de los derechos humanos en el Ecuador. Habrá quien diga que técnicamente hablando se justifica que el rostro de León Febres Cordero aparezca como representación de la represión, pero tratándose de dineros públicos, en una obra que pertenece a detractores y partidarios del expresidente, lo correcto sería que, al menos, junto a su rostro aparezcan todas las figuras que estén relacionadas con las violaciones a los DD.HH.
Si el artista, como él mismo ha dicho, ha escogido a Febres Cordero porque muchos de sus entrevistados, víctimas de violaciones a los DD.HH., se quejaron de ese gobierno, cabe preguntarse ¿por qué no entrevistó a los 10 de Luluncoto?, por ejemplo. O ¿por qué no incluyó a los alumnos del Mejía, expulsados del plantel por protestar en las calles? O, si puso a Pinochet, ¿por qué no incluyó al Che Guevara?…
Con este muro no solo está en entredicho la pertinencia de una propuesta plástica que marcará a Quito, sino el uso ético de fondos que pertenecen a todos.