En 1984, se dio el único debate de candidatos a la Presidencia. Enfrentó a León Febres Cordero y Rodrigo Borja, que habían pasado a la segunda vuelta. Se dudaba de la imparcialidad del moderador. Era Alejandro Carrión, uno de los mejores escritores de la prensa del siglo pasado, y en cuya columna de opinión que publicaba diariamente en EL COMERCIO no pretendía ocultar su posición política más cercana a la derecha y al socialcristianismo.
Cualquier duda que hubiera sobre su participación se despejó casi de inmediato. Sentado entre los dos, les pidió por igual que usaran un lenguaje “menos acalorado porque temo que podamos llegar a terrenos en los cuales no es conveniente que se sitúe este debate”. ¿Cuánto de eso tuvo Rodolfo Muñoz? Su papel de moderador fue, en realidad, el de panelista desde el momento en que, al comenzar la transmisión, dijo que ha habido analistas irresponsables. Y sus preguntas y sus repreguntas -que por cierto solo eran dirigidas a los panelistas opuestos al Presidente- eran para señalar los desaciertos de Alberto Dahik, Ramiro González y Mauricio Pozo en la conducción económica, cuando ocuparon cargos públicos. Además, les recordó que había un país del pasado y otro del presente. Es decir, el discurso oficial.
La asignación de minutos a cada uno de los panelistas (página 3 de este primer cuaderno) fue la señal de que la cancha estuvo inclinada desde el comienzo.
González debía comenzar la tercera parte del debate, que trataba sobre las alternativas para afrontar la crisis, que es negada por el Gobierno. No fue así. Y cuando ya terminaba el programa, a Pozo no le concedieron tiempo para exponer sus ideas.
Puede que se diga lo contrario, pero se sintió que el libreto estuvo armado. No debe ser casual que solo las tablas del Presidente estuvieran en pantalla y que se destacaran las frases de Rafael Correa y los ministros Herrera y Rivera. Fue tan evidente la inclinación de la cancha, con el árbitro a favor, que se extrañará siempre a periodistas como Carrión.