Joaquín Tinta, con su hijo Gabriel, y el nieto Andrés, de 22 años. quienes continúan la tradición de los metales. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO
Gabriel Tinta saltó de la cuna al taller de metales, en el cual su padre, Joaquín, al calor de la fragua con yunque y martillo, elaboraba joyas y esculturas medianas y pequeñas.
Era el llamado ancestral, porque Gabriel, de 51 años, pertenece a la cuarta generación de los reconocidos artesanos Tinta, cuya fama la forjaron en Sangolquí, su tierra.
En un recodo del almacén-sala del taller, en las calles Riofrío 5-84 y Abdón Calderón, don Joaquín Tinta evoca pasajes felices de su oficio.
Apoyado en su bastón, el hombre, de 80 años, dice que dedicó 51 a la orfebrería, un oficio que en el apacible Sangolquí de los cuarenta y cincuenta tuvo su auge: decenas de orfebres, sastres, cerrajeros, y zapateros exhibían sus trabajos junto al céntrico Municipio, zona en la que vivían.
Hoy quedan pocos orfebres. En una pared de la sala se aprecia una foto a color, de tamaño mediano, en la que están el pintor Oswaldo Guayasamín y Joaquín Tinta, fechada en 1981.
Sonrientes, se ven distendidos de sentirse en los mejores momentos de su creación.
Atrás de la imagen se revela una muestra de cabezas, chamanes y guerreros prehispánicos de la colección del pintor, todos de cerámica.
Sin una pizca de rubor, más bien con orgullo, Joaquín Tinta dice: “Durante 40 años fui el brazo ejecutor de las joyas del maestro Guayasamín; él traía los dibujos, siempre de motivos prehispánicos, de varias culturas antiguas, hechos con lápiz o grafito; yo elaboraba las joyas, en oro o en plata, era mi gran amigo, fuimos un dúo de arte y creatividad”.
Gabriel se apresura al estudio. Trae el dibujo enmarcado de un jaguar de ojos grises y un cuerpo enroscado, de caracol, como si fuese la alegoría de una mínima galaxia. Lo firma Guayasamín.
De una caja, Joaquín saca moldes de jaguares, máscaras, un grano de maíz, soles precolombinos de ocho puntas; los rostros angulosos, típicos del artista, cuyos orígenes eran de Sangolquí (Joaquín conoció a los padres de Guayasamín). “Con el reconocido pintor trabajé hasta días antes de su partida”, dice Joaquín, como un adiós reciente.
Él, como si confesara un secreto de juventud, reconoce que en los cincuenta fundía la plata fina de los sucres antiguos, unas monedas grandes y cotizadas. “La plata era de calidad y la mayoría de orfebres la empleábamos en el trabajo cotidiano; los sucres, nuestros tesoros, fueron emitidos por el Banco Central”.
También evoca que las denominadas ‘lauritas’, monedas de menor valor, que salieron en el gobierno de Isidro Ayora, eran fundidas. Gabriel sostiene que un comerciante europeo compra sus obras y las vende en tiendas de Perú, Panamá, México…, como si fuesen de esos países. “Yo siempre incluyo las letras EC, de Ecuador”.
Las aves de plata, en forma de medialuna, son las preferidas, igual que los peces. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO
A la quinta generación
El ahora patriarca de los Tinta –son 13 hermanos, seis viven en EE.UU., y seis aquí- lleva la mano derecha al mentón y evoca a sus antepasados orfebres.
“Mi abuelo (tatarabuelo de Gabriel) se llamó Joaquín como yo, hacía orfebrería religiosa al igual que mi padre, Rafael Humberto”.
Satisfecho, Gabriel sostiene que su hijo Andrés, de 22 años, estudia Diseño Industrial en la Universidad Católica y será quien lleve la posta de la quinta generación. Gabriel explica que antes, la fragua, yunques, cinceles, moldes de plomo y lámina mandaban en la elaboración de las joyas; hoy, las máquinas, como las laminadoras (dos rodillos comprimen los lingotes para formar las láminas de plata incluso hasta ¼ de milímetro), inyectoras, centrífugas, computadoras…
Según Gabriel Tinta, los operarios – ocho trabajan en el taller- con la ayuda de sierras, punzones y cinceles de acero dibujan y dan forma en la lámina, siluetas, texturas, volúmenes, para elaborar las joyas (los aretes, anillos, collares…) y esculturas (peces, gallos, aves de medialuna, pavos reales, y máscaras),
Siempre, Gabriel usa plata de calidad 925, conocida también como plata Sterling.
Ahora, el computador es un gran aliado: Gabriel digitaliza los diseños y después entrega al operario el dibujo impreso en papel. Un colgante de plata, con piedras semipreciosas (amatistas, ópalos, esmeraldas, rubíes, jades, ónix verde…) engastadas, que las adquiere en Quito, India y Perú (vienen a dejarlas dos comerciantes al por mayor, USD 2 por gramo), cuesta USD 59. Los aretes, con la forma de un caracol, USD 30.
Al taller ingresan turistas de EE.UU. y nacionales. Rosario Gavilanes, esposa de Gabriel, los atiende. Ana Santamaría, de Sangolquí, empleada de una clínica, es clienta desde hace 10 años. Solicita las joyas, para regalo.
“Los maestros Tinta son hábiles y creativos, todo lo hacen con paciencia”, dice Santamaría. Carolina, la hija, observa las esculturas que destellan, como si las aves estuviesen listas para volar. O los peces para volver a su mar de colores.
Gabriel Tinta, egresado de la Facultad de Artes de la Universidad Central, no se conforma con el trabajo de taller.
Con el escultor francés, Maurice Montero, ha elaborado grandes esculturas de acero inoxidable, árboles móviles, que juegan con el viento. Uno de estos, de 5 metros, se halla en el Itchimbía: son tres piezas grandes , ensambladas, de acero, cobre y bronce.
Otra pieza (6 m), un colibrí alcanzando flores, se muestra en la Administración Eloy Alfaro (sur de Quito). Para Gabriel, la imaginación no tiene límites y es vasta como el viento.