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El opio de la mente

No hay nada más antidemocrático que pretender imponer una ideología a terceras personas y a rajatabla. No se me ocurre nada más alejado de los principios básicos de la democracia que procurar ser dueño único e indiscutible de la piedra filosofal, querer convertirse en el único juez de la verdad absoluta, árbitro de lo bueno y de lo malo, sacerdote de lo moral y de lo inmoral. Si la democracia es por definición pluralidad y tolerancia (muchas y respetables opiniones, todas) la imposición de una sola visión es siempre autoritaria. Si la democracia es en esencia la convivencia civilizada y pacífica de muchos puntos de vista (cuanto más, mejor; cuanto más diversos, mejor) pretender enchufar una sola verdad revelada e indiscutible es un preocupante ingrediente de despotismo. Si la imposición viene desde arriba, desde el mismo poder, las razones para preocuparse y para comerse las uñas sobran.

Es que no hay verdades absolutas. Nadie puede tener la razón en todos los casos y todo el tiempo. Puede haber distintos tonos de gris, no solamente blancos y negros. No solamente amigos y enemigos. No solamente partidarios y detractores.  Hay que convenir con Giovanni Sartori (uno de los más lúcidos pensadores de la actualidad) en que “El ideologismo habitúa a no pensar, es el opio de la mente; pero es también una máquina de guerra destinada a agredir y silenciar el pensamiento de los demás. Como he señalado, la política ideológica se despliega como una guerra de palabras, y más precisamente como una guerra entre ‘nombres nobles’ que el ideólogo se atribuye a sí mismo, y ‘motes innobles’, descalificadores y despectivos, que el ideólogo endosa a quien no le sigue.

Así, durante los últimos cincuenta años hemos ido cayendo y deslizándonos hacia un bombardeo de epítetos. Quien no está conmigo es, a elegir, un fascista, un reaccionario, un capitalista, un elitista, un racista, etcétera. La lista de palabras es larga y todos nos la sabemos de memoria”. (“¿Qué es la democracia?”,
pág. 325).

Nos acercamos peligrosamente a un sui géneris modelo de democracia única: además de la verdad oficial, única e incontrastable, corremos apresuradamente hacia un sistema de partido político único, de ideología única que no admite medias tintas y que está a punto de ser un dogma de fe. Nos alineamos únicamente con los países que comparten nuestra ideología. Respetamos únicamente a los que piensan de esta forma, única. Vamos camino a convertirnos en una sociedad polarizada, pero gris y lánguida, mustia y pálida, acostumbrada a los agravios y a los sambenitos. Una sociedad que avala mecánicamente en las urnas este modelo de democracia única.