Olga Imbaquingo. Corresponsal en Nueva York
Nueva York sufre de una bendita maldición: está obligada a reinventarse. En el otoño se niega a callar y a cubrir su cuerpo, en invierno es gris y hay que sentirla y vivirla puertas adentro, en primavera es alegre y colorida, ahora está veraniega, lúdica y bulliciosa.
Con sus festivales del río al sur de Manhattan, sus conciertos nocturnos de rock y de la filarmónica, acompañados de una botella de vino sobre el césped en el Central Park, es la Nueva York musical.
La ciudad es camaleónica. Estos días, además es la Nueva York de las esculturas, que se suman a las que parece que han estado allí desde siempre. La urbe no ha sido precisamente un territorio de arte público en bronce o al menos no para otro significado que no sea para honrar hazañas heroicas y a los héroes de la libertad.
La ‘Gran Manzana’ está aprendiendo y reocupando o abriendo espacio en sus espacios para un arte menos estético e histórico por otro más conceptual.
Así es como The ego and the Id (Así se llama el más famoso texto, Sigmund Freud), la escultura del artista austriaco Franz West se disputa las fotos con la estatua dorada que rinde memoria a Tecumeseh Sherman, un general de la guerra civil, acompañado de una esbelta alegoría a la victoria en forma de mujer, que están allí desde 1903.
Las dos están a solo pasos de distancias, en uno de los sitios más turísticos de Nueva York, donde confluyen la Quinta Avenida y sus glamorosas tiendas, el mítico Hotel Plaza y el Parque Central.
Lo de West no es un arte austero y gris. Es contemporáneo. Esto es color y es para verlo, sentirlo, tocarlo, jugar con él y hasta sentarse a tomar un helado. Como gigantes serpentinas rosadas, amarillas, azules pastel, naranja y verde limón volando al viento, las hileras de metal suben y bajan. Es el arte público de verano.
“Es como el color de los helados responden” en coro los niños cuando la maestra les pregunta a quién se parece la escultura. Se ha vuelto tan popular que los niños llegan en buses para mirarlo y juguetear y de paso también divertirse con otro arte muy de verano y muy neoyorquino también: los adolescentes negros dando volteretas al ritmo hip-hop, a la vista y eterna paciencia del general Sherman y su musa, la victoria.
Para Nueva York es imposible pretender sustraerse solo a lo que es EE.UU., aquí en esencia la ciudad misma es una escultura de culturas, de identidades, de etnias, cada una con su equipaje y en movimiento y en verano es cuando mejor se puede apreciar este mosaico.
Nueva York por excelencia es la escultura viva y vibrante de la inmigración que se expresa estos días a través de otro escenario, no muy lejos de las serpentinas de colores de West. La avenida Park es abundante en espacios para dejar que el arte público y cosmopolita hable.
A veces es un arte hecho para olvidar y que no busca consenso, pero que mientras está allí decora y hace que nadie camine indiferente, como la impactante escultura de la mujer embarazada que ha salido del circuito de esculturas para dar paso a The Little Kitty (La pequeña Kitty) y sus otros caracteres en los espacios públicos de Lever House.
Esos pequeños personajes blancos, agigantados en bronce por el escultor Tom Sachs, para quien estos caracteres “son parte de la cultura popular”, en una reciente tarde soleada de julio, sirvieron para que algunos neoyorquinos se sienten a sus pies y sirvan de sombra y espaldar. Tras mirarlos fijamente la impresión es que cuando se vayan pocos los van a extrañar.
Eso también demuestra una parte del carácter de Nueva York: temporal, pasajera. Una ciudad de estaciones, como las flores de primavera. Aunque los pétalos de bronce de James Slurs no se olvidarán tan facil. Se apoderaron del parterre de Park Avenue, ganaron en dimensiones, aunque no en color, con los tulipanes y los pensamientos de los jardines de ese espacio neoyorquino.
“Slurs es un artista excitante y su jardín floreciente de bronce es una continuación de la tradición del arte público en el más famoso bulevar”, dijo Adrán Benepe, comisionado de Parques y Jardines.