María (saco verde) y Mercedes (buzo a rayas) caminan junto a la nueva generación. Foto: Diego Pallero / EL COMERCIO
Dice que vive sola y rompe a llorar. Tras ese arrebato de sensibilidad, respira y agrega: “Tengo 77 años, yo misma hago mis cosas y cuido a los animales… Mis cuatro hijos se fueron a la ciudad”. Habla María Paredes, una de las 52 personas que se resiste a dejar su comunidad de toda la vida.
La herida de la despoblación azota la comunidad de Pululahua, ubicada en la caldera del volcán del mismo nombre y a 17 kilómetros al norte de Quito (vía Mitad del Mundo). Con el tiempo se vació: en el 2010 habitaban 294 personas, según el Instituto Nacional de Estadística y Censos; y para el 2012, el poblado se quedó con 72.
Fue la época de mayor migración porque la agricultura ya no cubría ni las necesidades básicas (papas, habas…), afirma Byron Lagla, administrador de la Reserva Geobotánica Pululahua.
Dice más: el pico más alto se reportó en la década del 80, con 450 habitantes. En aquel tiempo hasta escuela había, la Club de Leones de Ohio. No hubo dispensario, pero no faltaban las brigadas de salud.
Con esos datos, la suerte de la comunidad parecía saldada. Sin embargo, hoy los hijos y los nietos de quienes migraron están de vuelta en la tierra de sus antepasados. Para el 2017 la población no sufrió bajas, más bien llegaron cuatro moradores más. En el 2018, la cifra se estabilizó en 52 habitantes: 22 de la tercera edad, 28 adultos y dos menores.
El año pasado, después de 30 años, volvieron a crear el Comité Pro-mejoras y el pasado fin de semana se nombró a la directiva (Victoria Murminacho a la cabeza). Con ello, la esperanza de repoblar este lugar no es una quimera; se espera que para el 2020 haya una real repoblación y el crecimiento sea sostenible, confía Lagla.
De una humilde vivienda, rodeada de sembríos, aparece otra anciana. Sus arrugas denotan ocho décadas, se llama Mercedes Santillán. Su esposo falleció hace una década y su soledad no le molestó. Hace menos de un año, su cotidianidad se alteró con el retorno de una de sus hijas y el nieto.
Volvieron a Pululahua para apostar por un emprendimiento turístico, también de conservación y desarrollo comunitario. Para canalizarlo se creó la Asociación Comunitaria de Turismo Masiquishinchi, que acoge a 27 comuneros. Allí están los hijos y los nietos, pero también los más antiguos de la zona: María Paredes, Mercedes Santillán, María Tasiguano y Arcecio Alemán.
El presidente de la agrupación es Pablo Paredes. Él dice que, con el restaurante, ubicado frente a la antigua casa de hacienda, se dio el primer paso para que las familias de los nativos vuelvan. Por el momento, solo sábados, domingos y feriados se atiende en el lugar.
Ahora es cuestión de resistir los inicios, pues el turismo en el sector va creciendo. Patricio Oña, guardaparque de la Reserva, admite que la actividad repunta. Al menos eso dicen las estadísticas que maneja: de 15 000 turistas al año subió a 150 000, todo tras la política de ingreso gratuito.
A parte del restaurante Masiquishinchi, en el sitio se anidaron, hace unos años, dos hostales. Y en breve se activará otro emprendimiento con cabañas ecológicas. El clima templado es un imán, también las 145 especies de aves (tucanes, pavas de monte, carpinteros, colibríes…) y las 1 000 plantas, entre ellas 105 especies de orquídeas y 50 de bromelias.
Será por eso que los antiguos no quieren ni hablar de una posible huida de Pululahua. “Aquí nos quedaremos hasta el último día de nuestras vidas”, asegura Mercedes. Y lo hará así no tengan mayores servicios básicos, salvo el agua y la luz.
El líquido viene de una vertiente ubicada tras el domo El Chivo, y es fría. Atrás del Pondoña, otra enorme roca, hay una vertiente mineralizada, que tiene 28 grados de temperatura y echa burbujas.
María asegura que contadas veces ha salido de su Pululahua; cuando quiere comprar algún producto llama al conductor de una camioneta de alquiler y por 20 dólares le lleva y le trae de su hogar. Es nacida en el poblado y jura que envejecerá y morirá allí. No se enseña en cualquier lado; la bulla de San Antonio le molesta.
Al escuchar las palabras de su amiga, Mercedes asiente con la cabeza como aprobando esa filosofía de vida. Y ella también se quedará, hasta su último día, en la boca del volcán.