El jueves, niños de la Escuela Mi Patria conversaban con los militares que patrullan esta zona, en donde fue secuestrado el equipo periodístico. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO
Las calles de Mataje están vacías. La mayoría de casas tiene sus puertas aseguradas con candados. Hay pocos hombres y mujeres sentados en la vereda o en sillas plásticas frente a algunas viviendas. Junto a ellos juegan niños descalzos, sin camisetas ni pantalones.
Es jueves. 13:00. Cuatro periodistas de EL COMERCIO recorremos este pueblo fronterizo, seis meses después de que el Gobierno confirmara el asesinato del equipo integrado por nuestros compañeros Javier Ortega, Paúl Rivas y Efraín Segarra. Ellos fueron secuestrados el 26 de marzo aquí por orden de alias ‘Guacho’, mientras continuaban la tarea periodística iniciada en la zona tras el atentado contra el cuartel policial de San Lorenzo.
El viaje arrancó en Esmeraldas. A 25 km en la ruta hacia San Lorenzo aparece el primer control. Militares con fusiles y uniforme camuflaje paran a los autos, abren las cajuelas, revisan los documentos de los conductores y si no detectan problemas permiten que sigan.
Tras dos horas de viaje, un letrero anuncia la entrada a Mataje. La vía asfaltada que lleva al poblado está vacía. Pocos carros circulan, pero todos pasan por dos controles. Conos de seguridad señalan el primer puesto. Allí están militares y policías del Grupo de Operaciones Especiales (GOE).
El trabajo es el mismo: revisan documentos y el interior de los automotores. Junto a ellos está un patrullero.
Un poco más adentro se divisa el segundo control. Allí operan solo militares. Su cuartel está en una zona elevada y desde arriba es fácil ver los autos que entran y salen de Mataje.
Desde ese retén solo faltan cinco minutos para entrar al pueblo. Al ingresar reaparece el puente que lleva a un cerro colombiano. Los militares ecuatorianos caminan armados. Otro instruye en caso de emergencia. “Cuidado con las hojas, ahí puede estar algo. Es mejor caminar por un lugar que esté despejado”.
Sobre la montaña, en el lado colombiano, solo hay una casa de madera. Dos hombres se mueven entre la plantación verdosa. “Vamos, vamos, avancemos”, dice un soldado.
A solo dos cuadras está el único dispensario médico de la zona. Lo llaman Policlínico.
Adentro, dos médicos, una obstetra, dos odontólogos, dos enfermeros y una auxiliar atienden diariamente a 20 o 25 pacientes que llegan con gripes o problemas en la piel.
Los doctores y los enfermeros llegaron en agosto. El médico Héctor Cuzme recuerda que se asustó cuando le dijeron que debía ir al sector. Ahora, el equipo tiene resguardo policial y militar para entrar y salir de San Lorenzo. No viven allí.
Por el momento no han realizado recorridos por los pueblos; solo atienden en el consultorio. “No podemos acercarnos a ninguna comunidad, excepto en emergencias, como el de mujeres embarazadas”, relata el médico. Otros especialistas prefieren no hablar.
Policías con chalecos antibalas, cascos y fusiles vigilan la entrada al Policlínico.
Afuera solo están los agentes y los militares. Uno de ellos señala el lugar donde perdieron la vida tres infantes de Marina, el 20 de marzo pasado. El sitio está desolado. Todas las calles lucen así. Solo en la Escuela Mi Patria hacen bulla unos 10 niños que salen de una clase de inglés. En ese plantel trabajan tres profesores, pero estos días hay dos: una maestra se encuentra con permiso maternal.
El coronel Milton Rodríguez y su equipo vigilan zonas como el puente que da a un cerro. Foto: Eduardo Terán / EL COMERCIO
La violencia hizo que el plantel se cerrara entre abril y mayo. Eran 124 niños y desde que retomaron las clases asisten 74. Unos se pasaron a Colombia con sus padres y otros se quedaron en San Lorenzo.
Los niños piden computadoras con Internet. Los profesores solicitaron psicólogos para ellos y para los niños, pero no llegan. Los maestros han detectado un nivel de agresividad “muy notable” en los pequeños. Jonatan Quirola es el director del plantel e intenta ayudar a sus alumnos. “Es muy duro tratar esta situación. Los niños han vivido con estos conflictos y peleas. Ven cosas y asimilan todo lo malo”.
“Yo no quiero ser soldado”, dice un niño, vestido con calentador plomo. Cuando se intenta hablar con ellos se alejan rápido. “No, no, no”, indica uno de ellos. Otros se acercan poco a poco. ¿Qué quieres ser de grande? Futbolista, responde. Y sigue: “Quiero jugar en el Manchester (United), como (Luis Antonio) Valencia”.
“Yo también quiero ser futbolista”, asegura otro niño. “Quiero jugar en la Selección colombiana, no acá”. ¿Por qué? “Porque me gusta Colombia”.
En cuestión de minutos se alejan todos y el sitio queda en silencio. El registro oficial señala que allí viven 72 familias, pero no aparecen. El profesor asegura que el pueblo siempre pasa así, sin gente.
Las pocas casas habitadas tienen servicio de televisión pagada y televisores de pantallas planas. Entre las pequeñas viviendas de madera y techos con láminas oxidadas se levanta una de dos pisos. La parte frontal es de vidrio y está pintada de dos colores. La terraza tiene un techo con estructuras de metal. Todo luce nuevo.
Los soldados dicen que ese bien pertenece a la mamá de alias ‘Guacho’, al que se le atribuyen los crímenes de los marinos, de los periodistas y de la pareja de Santo Domingo.
Ese domicilio fue allanado en marzo. Quienes estuvieron en esa diligencia aseguran que adentro había un sistema de vigilancia con monitores, “para ver quién entraba y quién salía del pueblo”. Una cámara instalada en lo más alto permitía ver todo. Hoy la casa está abandonada.
Desde una vivienda cercana una mujer grita, alertando de la presencia de extraños. De pronto comienza a sonar música tropical a volumen alto. Los uniformados explican que es una forma de avisar al resto que llegaron desconocidos.
En cada esquina hay militares. Hace tres semanas, ellos hallaron químicos usados para elaborar droga y explosivos. El material había sido abandonado en la orilla del río Mataje.
Los soldados que operan en esta zona están comandados por Milton Rodríguez, un excombatiente del Cenepa.
Su cargo es Comandante del Agrupamiento Mataje. “Hasta el momento (esta zona) está controlada en su totalidad, no tenemos índices de violencia. Como Fuerza de Tarea Conjunta estamos presentes las 24 horas vigilando la frontera”.
La orden para el personal es que se evite toda violencia. La tarde cae en Mataje. Solo los militares caminan por las calles pavimentadas.