Existe un viejo adagio que dice que el hombre es el lobo del hombre. Si bien esa concepción parece exagerada, tampoco se puede negar que el ser humano tiende a buscar su beneficio, en muchos casos, en detrimento del bienestar de los otros.
Ese bienestar tiene un aspecto material y otro espiritual y para cubrir el lado material al ser humano le gusta poseer cosas, tener dinero y esforzarse lo menos posible para conseguirlo. Como ya argumenté en un artículo anterior, eso no es ni bueno ni malo, simplemente ‘es’.
A pesar de que el símil del lobo parece un poco duro, siempre habrá que preguntarse cómo evitar que los hombres se coman entre sí o, siendo un poco más optimistas, cómo lograr que la suma de muchos egoísmos produzca esa cosa tan abstracta y tan deseada llamada el “bien común”.
Una forma es poner miles de reglas y normas que regulen cada aspecto del comportamiento humano. Claro que ese enfoque tiene varios problemas. Hay que saber si el que redacta las reglas no es un lobo, hay que asegurarse que quienes las implementan tampoco son lobos y que quienes controlan a los implementadores tampoco lo son. Eso tiende a ser extremadamente complicado, pero es el enfoque preferido por nuestra izquierda. Como ejemplo véase la manía que tiene el Conartel de regular qué pueden o no pueden ver los ecuatorianos, en lugar de que sean los televidentes solitos (vía ‘rating’) quienes lo decidan. Además, quién nos asegura que los del Conartel no son lobos.
La otra opción es confiar que detrás de todos los instintos egoístas y codiciosos del ser humano también está un ser racional, capaz de administrar su libertad y de saber qué programas de televisión ve y cuáles no. Y de saber cuándo trabaja, invierte, contrata empleados o los despide.
Y si el ser humano es racional y libre, hay que crear un ambiente en el que la búsqueda de su bienestar individual permita conseguir el bien común. La mejor manera que se ha encontrado hasta ahora es dejar que las personas compitan entre sí, trabajando y produciendo. En otras palabras, en lugar de regular que “cada panadero deberá producir 1 000 panes de a 10 centavos cada uno”, es mejor dejar que los panaderos compitan entre sí, mientras paguen los impuestos y los salarios mínimos y no contaminen ni incendien sus panaderías. Eso es un libre mercado.
Y si las cosas se hacen bien, no habrá que regular el mercado del pan ni del trigo para producirlo, ni de los abonos para cultivarlo, porque los productores de todas esas cosas, buscando su bienestar personal, estarán aportando para el bienestar general y evitando la escasez de pan.
Pero a nuestra izquierda eso le repugna. Para ellos imaginarse que con toda esa competencia algún panadero se termine haciendo rico es inadmisible.