Parado en el corazón de Berlín, caminé entre las 2 711 lápidas inmóviles de cemento gris oscuro del Monumento en Memoria de los Judíos Asesinados de Europa, y no pude sino conmoverme.
La obra de Peter Eisenman es muy impactante. Su cuadrícula perfecta no permite perderse; no es un laberinto que genere confusión, porque intenta recordar puntualmente la barbarie del hombre contra el hombre, la tragedia de ser quienes somos. Recorrí las lápidas y me recargué en ellas con un tanto de verguenza y otro tanto de ofendido: la bestia y la presa están dentro de mí, y así debo reconocerlo. No está en mi sangre, en mi raza o en mi color: no hay sangre que se distinga fuera de los laboratorios.
Recorro ahora mentalmente esta tendencia (en México y en el mundo), esta obsesión oficializada de “reconocer las diferencias de los otros”. En destinar días, carnavales y cuotas a los que “son diferentes”: homosexuales; individuos con capacidades motoras y/o mentales distintas; gente pequeña, y mujeres, niños, ancianos, latinos, trapecistas, mujeres barbudas. Razono si esa tendencia a diferenciar a los diferentes (y que intentamos hacer pasar como “tolerancia”) no esconde una intolerancia políticamente correcta, retórica vil, demagogia.
Siento que los días especiales que garantizan derechos exclusivos crean un archipiélago de ghettos construido por intolerantes para “intolerables”. Porque si ya tienen su espacio, pensarán los que hacen el reparto, habrá una mayor garantía de que no saldrán de ellos.
Asignando jaulas que se promueven como actos de buena voluntad, lo que se hace es garantizar que los depredadores y los depredados no salpiquen de sangre -mientras se devoran entre sí- la parte de la cuadrícula que ocupan “los otros”.
Es más cómodo que intentar una sociedad en la que la idea del progreso no esté ligada exclusivamente a reconocer la existencia del otro, sino a dejarle además existir en paz, y en el vecindario común, o incluso en uno que consideremos “muy nuestro vecindario”.
Que nadie tenga un espacio fijo sería más complicado, bajo esa premisa, que aceptar “a los diferentes” en barrios, calles, en escuelas y centros laborales en los que se les discriminaría.
Allí está el reto: en que garanticemos no los días especiales ni las cuotas, sino un mundo en igualdad de oportunidades y circunstancias para todos. Por eso el progreso, en realidad, debería empezar por incorporar a los grandes desincorporados: los pobres. Allí empieza la igualdad. Lo demás, es lo dicho: días especiales y decretos y carnavales y cuotas. Solo corrección política.