Tropezar con un muerto en ausencia de testigos es buen punto para iniciar un policial. Y si el muerto coincide en género, edad y algún rasgo fisonómico con su ‘voyeur’, es muy probable que el vivo en cuestión -por lo general, protagonista- quiera trocar su identidad con el muerto.
La novela -que por su brevedad sería una nouvelle- arranca un poco antes de la noche previa al intercambio de roles entre el francés Baptiste Bordave y el cadáver sueco de Sildur-. Hay una insólita charla entre Bordave y un extraño acerca de cómo proceder ante la muerte de alguien en casa.
En breve, lo que alguien con sentido común haría, llamar a emergencias, es lo que el desconocido desaconseja. él propone subir al muerto a un taxi para darlo por muerto en el trayecto a fin de que la casa no sea el supuesto escenario de un crimen. Es lo que solo un paranoico nato puede pergeñar.
Cualquiera de estos inicios es eficiente al sacar del letargo al lector más reacio. Pese a que el difunto Sildur sea un agente secreto multimillonario y el marido de una burguesa (ex heroinómana devenida anoréxica bebedora de champagne) de la que Bordave se enamora, la novela como que policial flaquea antes de la mitad. No logra sostener la tensión inicial y deja cabos sueltos. No se sabe si el protagonista fue víctima del azar o de un complot. Es un policial sui géneris que redunda (el obsesivo Bordave quiere recapitular hasta lo más ínfimo) y es inverosímil (hasta por la traducción ibérica: interfono por portero eléctrico, supletorio telefónico por guía).
Escrita en un estilo simple y mordaz, la historia se vuelve una narración pretenciosa al catalogar guiños culturales. Ulises y los lotófagos, el nivel de alcoholemia de Bukowski… Tal vez el episodio más gratuito aquí sea cuando Bordave, luego de hablar con un bodeguero sobre un vino de Meursault, recuerda que así se llama el protagonista de ‘El extranjero’. Para la autora los nombres no son inocentes: Baptiste evoca al renacimiento, y Veuve Clicquot, la marca del champagne favorito de la viuda de Olaf Sildurl.
Sea humor negro, xenófobo o machista, el de Nothomb coquetea con lo políticamente incorrecto: “Mi anfitriona llevaba un vestido corto que descubría unas piernas dignas de una escandinava. Por mucho menos contrae uno el síndrome de Estocolmo”. El gran ausente: el sutil humor inglés.
En otro de sus libros, ‘Biografía del hambre’, la niña protagonista Nothomb declara, parafraseando a Flaubert, “El hambre, soy yo”. Y si bien ‘Ordeno y mando’ no encaja en sus relatos autobiográficos, “el hambre y la sed, soy yo” no sería una definición del todo ajena a esta novela con atracones de salmón ahumado y borracheras.
El final es el momento en que el leitmotiv gourmand alcanza su clímax. Y no lo hace a través de la ficción sino, paradójicamente, a través de ‘My last meals’, la obra real del fotógrafo Patrick Guns que, a modo de denuncia contra la pena de muerte, exhibe imágenes de recreaciones póstumas a cargo de distintos chefs de las últimas comidas pedidas por los condenados de una cárcel texana en la víspera de sus ejecuciones. La realidad persiste en su manía de querer eclipsar la ficción.