Los moradores del sector de Moraspungo participaron en una minga el sábado 3 de abril. Limpiaron y reforestaron el espacio público. Foto: Julio Estrella / El Comercio
Cuando Patricio Gómez decidió dejar de lado las manos de gato y dar un brochazo definitivo a su vida, hace 30 años, el sitio que escogió se parecía más al recóndito oeste de las películas gringas que a una de las parroquias rurales más ‘duras’ del cantón Quito.
La zona donde este sesentón levantó su búnker para recuperar su vena artística, arrinconada por la hipertensa capital, está apenas a 13,5 km de esta y es más conocida como Mitad del Mundo que como San Antonio de Pichincha o Lulumbamba, nombre original que conservó hasta el 1901 y que significa ‘llanura de frutas maduras’.
Gómez fue un pionero. El lote de 5 000 m2 por el que pagó 2 millones de sucres y está emplazado en la séptima transversal del barrio Alcantarillas fue, por un decenio, el único habitado de esa zona ubicada al norte del monumento a la línea equinoccial.
Hasta que algún otro arriesgado se decidiera a hacerle compañía, el hombre gastó un dineral en transportar la energía eléctrica desde la vía a Calacalí hasta su predio, en dotarse de una cisterna para el agua que compraba a los tanqueros, en abrir un pozo séptico para los desechos… Claro, el alcantarillado era cero y las calles eran todo lodo o todo polvo, según la estación.
Cuando llegaron los residentes, las necesidades aumentaron. Hoy, con 200 familias copando el entorno, aún quedan rincones donde la luz eléctrica se sostiene de improvisados postes, varias calles no tienen alcantarillas ni adoquines ni bordillos.
Y eso que el progreso ha sido considerable. Y ha sido gestionado y trabajado por sus moradores en sintonía y sincronía con el GAD.
Los vecinos de Alcantarillas han apoyado -con dinero, mano de obra, gestiones o materiales- para lograr avances en alcantarillado, mejoramiento vial y dotación de servicios básicos. Un botón basta de muestra: la casa social-guardería que es hasta ahora su máximo orgullo porque la lograron, sin eufemismos, con el sudor de su frente.
Pero Alcantarillas no es la excepción sino la regla. En Rumicucho Bajo, comprendido entre la calle Tránsito Amaguaña y la av. Reino de Quito, se han hecho trabajos parecidos. Miguel Chipantásig, su presidente, resalta los logros después de años de lucha a punta de mingas y con apoyo de personas, instituciones y empresas como los monseñores Carlos Altamirano y Antonio González, y el GAD. Un ejemplo es la construcción de la iglesia, tres aulas para catequesis y otras tareas, 600 m2 en total.
Las redes de tendido eléctrico están en un 75%, al igual que las de alcantarillado, explica este jubilado que reside junto a sus siete hijos en el sector, al cual llegó de chaval.
La historia de Los Algarrobos del Norte también es una sumatoria de esfuerzo y sacrificio.
Según Jorge Villamil, presidente de este barrio y profesor jubilado del San Pedro Pascual, en este reducto urbano todavía funciona la cooperativa Huasipungo de Huertos Familiares (en proceso de disolución) y sus límites incluyen, entre otros hitos: la calle Antonio José de Sucre, las quebradas Seca y Colorada, la Pedro Bazán, la Manuel Camacho. En total son 464 lotes y 969 hectáreas.
Forjado con el acero más resistente, Villamil no da una batalla por perdida aunque sabe que los déficits son numerosos. Aún faltan completar el alumbrado público y el alcantarillado. Y el 90% de calles es de tierra.
La pandemia también metió su mano oscura y frenó varios proyectos.
No obstante, los vecinos de estos Algarrobos ya se reúnen nuevamente y proyectan varias obras.
Hace poco, con apoyo del GAD parroquial, completaron el alcantarillado de dos calles grandes. El ente público colaboró con arena, ripio y encofrados; los residentes con sus ganas y sus manos.
Esa es la práctica común en los 35 barrios que conforman la parroquia, donde viven 70 000 habitantes, explica Mario Cevallos, presidente del GAD. La palabra ‘cogestión’ ha sido el factor determinante. Y esta fusión ha tenido logros importantes, aunque insuficientes, por el vertiginoso crecimiento poblacional. La pandemia lo complicó todo, no obstante después de la incertidumbre, el día a día parroquial recupera su dinamia.
Con un presupuesto anual de USD 400 000 y el apoyo de instituciones como la Prefectura de Pichincha, que les donó una motoniveladora y un rodillo, se han ingeniado para cumplir metas como la reforestación de la quebrada Colorada con 2 000 especies endémicas; 2 000 metros de bordillos y sumideros en el barrio Carcelén; el alcantarillado y el mejoramiento vial de Altar de Pululahua, Ciudad Futuro 1, 2 y 3; se adicionaron 200 nichos al cementerio parroquial; se readecuó un edificio para la función de estudios jurídicos; se completaron 800 metros de vías en Moraspungo.
Por la pandemia, el GAD entregó gratis 10 000 kits de víveres y 5 000 de salud (jabón, alcohol, mascarillas) a las personas más vulnerables…
Alfredo Tufiño, un hidráulico nacido en este terruño y familiar del Ing. Luis Tufiño, quien diseñó el primer monumento en 1936, afirma que al inicio eran 7 800 nativos y la parroquia era uno de los graneros de Quito, que se proveía de frutas y verduras que maduraban en Rumicucho, Tanlagua y Caspigasi. Luego se convirtió en dormitorio de la gran ciudad…
Actualmente, reflexiona Tufiño, es una miniurbe caótica, llena de inseguridad, drogas y licor. Con escasa presencia policial. El presidente del GAD no niega esas falencias. Pero esgrime que con el escaso presupuesto, solo alcanza para la dotación de dos policías por cada 10 000 habitantes.
No obstante, con el tesón propio de los sanantoninos, Cevallos y sus coterráneos proyectan un sistema de alarmas comunitarias, con botón de pánico incluido, en varios barrios. El GAD pondrá el 50% y los vecinos, el otro.
Esta fórmula les ha dado óptimos resultados y buscan replicarla de largo, mientras funcione.