En diciembre, escribir estos artículos siempre me cuesta más. Tal vez sólo es una cuestión de ánimo. La Navidad tiene algo de jubilosa promoción del bien.
Flota en el ambiente un tácito afán propagandístico de la felicidad y de la armonía. Debemos estar alegres. La fecha lo impone. Probablemente, nada más sea un asunto de mercadotecnia. La fiesta del consumo sólo puede existir si se tiene una mínima fe en el futuro. No se puede mirar un noticiero y ponerse a pensar en qué regalar al amigo secreto.
“Menos realidad/Más Navidad” podría ser la consigna. ¿Alguien ha escuchado algo más falso que la risa de Santa Claus? Es deliberadamente artificial. Un jo-jo-jo estentóreo, que no oculta su naturaleza ficticia, su propuesta: diciembre es un ‘mall’. Ven, ven, entra ya en la Navidad. Es un parque temático maravilloso. Tiene pesebre y venaditos.
Hay de todo y para todos. Abrimos las 24 horas del día.
Pero como esta es mi última entrega dominical de este año, me persigue la inútil tentación de un balance. O tal vez me siento algo obligado a dejar un saludo de despedida, un deseo amable pintado sobre la página. No es fácil. De inmediato, la realidad regresa, contundente, feroz. Me guiña el ojo. Escribir esta columna en diciembre es una tarea de aguafiestas.
Basta con asomarse, por ejemplo, al informe anual de Provea: en lo que va de año, en nuestro país, hay un promedio de 38 homicidios diarios. El espectáculo se derrumba. Solo nos queda en las manos una amargura: si la Virgen fuera andina, y san José de los llanos, el Niño Jesús tal vez hubiera sido asesinado.
Es una rima fallida pero cierta.
Quizás hubiera muerto a causa de una bala perdida, en la mitad de un enfrentamiento entre dos bandas.
Las estadísticas del Observatorio Venezolano de la Violencia no son más esperanzadoras.
Suponen que, tal vez, este 2009, Venezuela alcance un récord de más de 18 000 homicidios al año. Las cifras oficiales tampoco desdicen esta tragedia: según las propias fuerzas de seguridad, existen en el país entre 9 y 15 millones de armas ilegales, no registradas, no controladas.
A esto, además, podría sumarse la desconfianza generalizada en el sistema judicial, la sensación colectiva de que la impunidad reina sobre nuestra sociedad, el temor nacional a sentir que la vida se nos vuelve el ‘remake’ de una película sobre el salvaje oeste. A nuestro estilo y en nuestro patio.
Todos somos extras involuntarios de una historia donde falta el presupuesto y sobra la sangre.
Contra cualquier expectativa, nuestros porcentajes de inseguridad superan con creces los de países como México o Colombia, donde el Estado está librando guerras oficiales contra el narcotráfico y/o contra la guerrilla.
Nuestros muertos son más cotidianos. Menos sonoros.
El Nacional, Venezuela, GDA