Mauricio Bueno en su estudio. Sobre estas líneas, cuatro de sus obras; a la derecha, ‘Quito, Luz de América’. Foto: Armando Prado y Archivo/EL COMERCIO
Los paisajes de Mauricio Bueno nunca han sido lugares sino ideas. Unidades de pensamiento que primero lo habitan, para después materializarse. Un ejercicio intelectual y estético en el que lleva alrededor de 50 años; la mayor parte de ellos con Quito como escenario real/concreto, pero también imaginario e intelectual y más que nada deseado…
Fue, precisamente, Quito, la ciudad en la que nació en 1939, pero en la cual había vivido muy poco (siempre ajustado a los ritmos que los cargos diplomáticos impusieron a su padre), la que lo obligó a mudarse desde las alturas de los ‘nuevos medios’ y del ‘art and technology’ a los rudimentos de la pintura. No lo resiente (no tendría por qué hacerlo) sino que lo asume como algo que ocurrió. Viendo hacia atrás, sentado en su estudio y respirando con dificultad, habla con cariño de la pintura como “un ejercicio visual e intelectual”.
Como en todo lo relacionado al arte en su vida, recibió esta especie de condicionamiento con apertura. Aquí ya no contaba con las condiciones para seguir creando de la mano de la tecnología. Entonces se dedicó a pintar; sin desampararse nunca de sus ideas. A sus paisajes -en sus propias palabras- siempre los ha entendido como “visiones de la ciudad o de la naturaleza”.
A través de la pintura, Bueno siguió buscando diálogos posibles entre los elementos (tierra, aire, fuego, agua) y la abstracción. Pasaban los años y se iba reconfirmando la certeza de que la tecnología (sobre todo la más sofisticada, la que pudo conocer cuando trabajaba en los años 60 con György Kepes en el Center for Advanced Visual Studies, del Massachussets Institute of Technology, MIT) ya no cabía en esta nueva etapa que emprendió a mediados de los años 70, cuando decidió dejar tanto Estados Unidos como Colombia -donde también vivió- y volver a Quito, para quedarse.
Aquí sigue. Aquí ha estado estos últimos 40 años, buena parte de las veces desconcertando a artistas, a críticos y a público con su arte. Era una ciudad acostumbrada “a la pintura didáctico-expresiva (…) con la retina cargada de texturas y sombras, empastelamientos y gritos. Bueno trae una pintura austera, lacónica, sin situaciones ni géneros, limpia y precisa. Blancos y grises. Poco color en apariencia. Casi nada en apariencia. Pintura que obliga a pensar antes que a embelesarse”, decía el crítico Lenín Oña en los primeros años de la década de 1980 en el apartado que Bueno tiene en la enciclopedia que Salvat le dedica al arte ecuatoriano.
La presencia del recién llegado no pasó desapercibida, para bien o para mal. Si bien encontró afabilidad y posibilidad de conversación con Oswaldo Viteri, Enrique Tábara o Estuardo Maldonado, Bueno, es decir, su arte, encontró también resistencias. Sin embargo, en lo que simpatizantes y detractores coincidirían es en que sus propuestas marcaban un quiebre que no siempre caía bien en el contexto de la transición del arte abstracto hacia el neofigurativismo, que empezaba a cobrar fuerza por los años de su regreso al país.
Sus malquerientes le acusaron de “extranjerizante”, según recuerda con una sonrisa y sin que le importe.
En el mismo texto de Salvat antes citado (que fue editado a mediados de los 80) o en el ‘Diccionario crítico de artistas plásticos del Ecuador del siglo XX’, de Hernán Rodríguez Castelo, la mención de Bueno implica hablar de un hito. “En el arte visual ecuatoriano de la segunda mitad del siglo XX, Bueno ha pesado decisivamente para la liberación por el concepto de la dependencia de la materialidad del objeto o una relación con él puramente emotiva. Lo hizo primeramente con el puro concepto y después, en los últimos tramos, instalando el concepto en el seno del paisaje”, de acuerdo a Rodríguez Castelo.
Bueno “altera la concepción artística del espacio e inaugura una nueva época para el arte ecuatoriano”, recoge el volumen 4 de ‘Arte ecuatoriano’ (Salvat); y continúa: “Su presencia es definitiva y clave para entender los tres lustros posteriores a 1970” porque su irrupción “es una anticipación de otro desarrollo plástico bajo nuevas condiciones sociales e intelectuales de creación”.
Lo sabían y lo siguen sabiendo sus colegas, los críticos, el público más conocedor y, más que nada, las decenas de estudiantes de arte (varios de ellos, hoy artistas) que pasaron por las aulas de la Universidad Central del Ecuador y de la Universidad San Francisco de Quito, en donde ha sido profesor, tanto de arte como de arquitectura; los dos caminos que lo definen (su primera formación fue en arquitectura).
Como dice la curadora cuencana Katya Cazar -quien lo ha acompañado en todo el proceso de donación de su obra al Guggenheim, que se acaba de concretar, y que publicará un libro sobre él-, para mirar y entender el arte ecuatoriano de hoy es imprescindible contar con los antecedentes; y la trayectoria de Bueno es un capítulo clave. Tanto ella ahora, como los críticos Cristóbal Zapata o Marco Antonio Rodríguez a propósito de la retrospectiva que el Centro de Arte Contemporáneo le dedicó en el 2012, reconocen en Bueno al pionero del arte con nuevos medios en el país; a alguien que abrió caminos para el arte contemporáneo.
Él, sentado en una esquina de su amplio estudio, solo se siente agradecido por este reconocimiento y dice que lo que pasa es que fue afortunado: porque pudo viajar, ver mundo, estar y formarse en donde estaba ocurriendo todo (o mucho) en relación al arte. Quizá sí, pero también porque nunca desamparó su arte de ideas.