En la historia ecuatoriana ha habido grandes insultadores. Juan Montalvo es, quizás, el más notable. En ‘Las Catilinarias’ describió así a Veintimilla: “La mengua de su cerebro es tal, que no va gran trecho de él a un bruto. Su corazón no late: se revuelca en un montón de cieno. Sus pasiones son las bajas, las insanas; sus ímpetus, los de la materia corrompida…”.
Pero atrás de estos terribles y apasionados insultos había un programa. Un ideal. Una bandera de lucha. El escritor ambateño, además de dejarnos el ejemplo de su vida insobornable, solitaria y austera, alejada de los cargos públicos y del servilismo burocrático, imitó a los grandes personajes del pasado y se nutrió de la asidua lectura de los clásicos.
El lenguaje montalvino -qué duda cabe- es exagerado, hiperbólico, ditirámbico y mordaz, pero no es grotesco ni vulgar. El lenguaje montalvino es retórico y culto, como consecuencia de su diaria lectura de los clásicos, pero no es barriobajero ni soez. Montalvo insultaba inmerso en su lucha por la defensa de sus principios de justicia, progreso y libertad. No se hundió en la bajeza para satisfacer diminutas venganzas personales, no se solazó con la ofensa a sus críticos ni se expuso públicamente al ridículo. Hay diferencias: el cóndor, altivo y solitario, vive en las cumbres y alza el vuelo hacia el cielo azul y transparente; el cerdo, goza revolcándose en la basura, la podredumbre y el fango.
Montalvo nunca insultó desde el poder. Combatió durante toda su vida -desde la época de la temprana y premonitoria carta a García Moreno hasta sus últimos días en el olvido y la pobreza- contra ineptos gobernantes y dictadorzuelos abyectos: fue el ciudadano común que en el abandono y la soledad, indefenso ante la persecución, desafió al poder.
No insultó a sus críticos aprovechando la impunidad, rodeado de la fuerza, el servilismo y la adulación. Quien utiliza el poder para denigrar y hacer mofa de sus adversarios, abusando de la desigualdad de condiciones, denigra el cargo que ejerce y demuestra una insana cobardía. Montalvo no fue cobarde. Es -será siempre- un ejemplo de coraje y dignidad.
Creo -repito- que contestar un insulto con otro es un error: es dar al insultador un pírrico triunfo. La bajeza y la cobardía ajenas no me afectan personalmente: defiendo valores y principios. Eso sí, es deplorable que un acto para informar al pueblo se haya transformado en un medio para desahogar pasiones, complejos y frustraciones, en una palmaria y vergonzosa demostración de degradación de la política. El rol que el dictador de Carondelet ha asumido como director de la chacota colectiva de los sábados, que refleja sus insuficiencias éticas y su insignificante dimensión humana, su falta de honestidad y de grandeza, sólo merece mi conmiseración y mi desprecio.