El papa Francisco durante la misa campal en el parque Bicentenario en Quito, el martes 7 de julio. Foto: AFP
La homilía del papa Francisco durante la misa campal en el parque Bicentenario de Quito. 7 de julio del 2015.
“La palabra de Dios nos invita a vivir la unidad para que el mundo crea. Imagino ese susurro de Jesús en la última cena como un grito en esta misa que celebramos en el parque Bicentenario.
Imaginémoslo juntos. El Bicentenario de aquel Grito de Independencia de Hispanoamérica fue un grito nacido de la conciencia de la falta de libertades, de estar siendo exprimidos, saqueados, sometidos a convivir a conveniencias circunstanciales de los poderosos de turno.
Quisiera que hoy los dos gritos concuerden bajo el hermoso desafío de la evangelización, no desde palabras altisonantes ni con términos complicados, sino que nazca de la alegría del evangelio que llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús. Quienes se dejan salvar por él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento, de la conciencia aislada.
Nosotros aquí reunidos todos juntos alrededor de la mesa con Jesús somos un grito, un clamor nacido de la convicción de que su presencia nos impulsa a la unidad. Señala un horizonte bello, ofrece un banquete deseable. Padre, que sean uno para que el mundo crea. Así lo deseó mirando al cielo. A Jesús le brota este pedido en un contexto de envío. Como tú me has enviado al mundo, yo también los he enviado al mundo.
En este momento el Señor está experimentando en carne propia lo peorcito de este mundo al que ama, aún así, con locura. Intrigas, desconfianzas, traición. Pero no esconde la cabeza y no se lamenta. También nosotros constatamos a diario que vivimos en un mundo lacerados por las guerras y la violencia. Sería superficial pensar que la división y el odio afectan solo a las tensiones en los países o los grupos sociales. En realidad, son manifestación de ese difuso individualismo que nos separa y nos enfrenta. Son manifestación de las herida del pecado en el corazón de las personas, cuyas consecuencias sufre también la sociedad y la creación entera.
Precisamente, a este mundo desafiante, con sus egoísmos, Jesús nos envía y nuestra respuesta no es hacernos los distraídos. Argüir que no tenemos medios o que la realidad nos sobrepasa. Nuestra respuesta repite el clamor de Jesús y acepta la gracia y la tarea de la unidad.
A aquel grito de libertad de hace poco más de 200 años no le faltó ni convicción ni fuerza. La historia nos cuenta que solo fue cuan contundente cuando dejó de lado los personalismos, el afán de liderazgos únicos, la falta de comprensión de otros procesos libertarios, con características distintas, pero no por eso antagónicas. La evangelización puede ser vehículo de unidad, de aspiraciones, sensibilidades, ilusiones y de hasta ciertas utopías. Claro que sí, eso creemos y gritamos.
Mientras en el mundo, especialmente algunos países, reaparecen diversas formas de guerras y de enfrentamientos, los cristianos queremos insistir en nuestra propuesta de reconocer al otro, de sanar las heridas, de construir puentes, de estrechar lazos y de ayudarnos mutuamente a llevar las cargas.
El anhelo de unidad supone la dulce y confortadora alegría de evangelizar, la convicción de tener un inmenso bien que comunicar y que comunicándolo se arraiga. Cualquier persona que haya vivido esta experiencia adquiere más sensibilidad y sensibilidades de los demás. De ahí la necesidad de luchar por la inclusión a todos los niveles, luchar por la inclusión a todos los niveles evitando egoísmos promoviendo la comunicación y el diálogo, incentivando la colaboración.
Hay que confiar el corazón al compañero de camino sin recelos, sin desconfianzas, confiarse al otro es algo artesanal porque la paz es algo artesanal. Es impensable que brille la unidad si la mundanidad espiritual nos hace estar en guerra entre nosotros en una búsqueda estéril de poder, prestigio, placer o seguridad económica, y esto a costilla de los más pobres, de los más excluidos, de los más indefensos, de los que no pierden su dignidad pese a que se la golpean todos los días. Esta unidad es ya una acción misionera para que el mundo crea.
La evangelización no consiste en hacer proselitismo -el proselitismo es una caricatura de la evangelización-, sino evangeliza es atraer con nuestro testimonio a los alejados, es acercarse humildemente a aquellos que se sienten lejos de Dios y la Iglesias, acercarse a los que se sienten juzgados y condenados a priori por los que se sienten perfectos y puros, acercarse a los que son temerosos o a los indiferentes para decirles: El Señor también te llama a ser parte de tu pueblo y lo hace con gran respeto y amor, porque nuestro Dios nos respeta hasta en nuestras bajezas y en nuestro pecado.
Con fe este llamamiento del Señor, con qué humildad y respeto lo describe en el texto del Apocalipsis, mirá estoy a la puerta y llamo, si querés abrir no fuerza, no hacé saltar la cerradura, simplemente toca el timbre, golpea suavemente y espera, ese es nuestro Dios.
La misión de la Iglesia, como sacramento de la salvación, condice con la identidad como pueblo en camino, con vocación de incorporar en su marcha a todas las naciones de la tierra. Cuánto más intensa es la comunión entre nosotros, tanto más se ve favorecida la misión. Poner a la Iglesia en estado de misión nos pide recrear la comunión, pues no se trata ya de una acción solo hacia afuera. Nos misionamos también hacia dentro y misionamos hacia afuera, como se manifiesta una madre que sale al encuentro, como se manifiesta una casa acogedora, como se manifiesta una escuela permanente de comunión misionera.
Este sueño de Jesús es posible porque nos ha consagrado, por ellos me consagro a mí mismo dice, para que ellos también sean consagrados en la verdad. La vida espiritual del evangelizador nace de esta verdad tan honda, que no se confunde con la de algunos momentos religiosos que brindan cierto alivio, una espiritualidad quizá difusa. Jesús nos consagra para suscitar un encuentro con él, persona a persona, un encuentro que alimenta el encuentro con los demás, el compromiso en el mundo y la pasión evangelizadora.
La intimidad de Dios para nosotros incomprensible se nos revela con imágenes que nos hablan de comunión, comunicación, donación, amor. Por eso la unión que pide Jesús no es uniformidad sino la multiforme armonía que atrae, la inmensa riqueza de lo variado, de lo múltiple, que alcanza la unidad cada vez que hacemos memoria de aquel Jueves Santo. Nos aleja de tentaciones, de propuestas unicistas, más cercanas a dictaduras, a ideologías a sectarismos. La propuesta de Jesús es concreta, no es de ideas. Andá y hacé lo mismo le dice a aquel que le preguntó quién es tu prójimo, después de haber contado la parábola del buen samaritano. Andá y hacé lo mismo.
Tampoco la propuesta de Jesús es un arreglo a nuestra medida, en el que nosotros ponemos las condiciones, elegimos los integrantes y excluimos a los demás. Esta religiosidad de elite. Jesús reza para que formemos parte de la gran familia en la que Dios es nuestro padre y todos somos hermanos, nadie es excluido, y esto no se fundamenta en tener los mismos gustos, las mismas inquietudes, los mismos talentos. Somos hermanos porque, por amor, Dios nos ha creado y nos ha destinado por pura iniciativa suya a ser sus hijos. Somos hermanos porque Dios infundió en nuestros corazones el espíritu de de su hijo que clama Abba, Padre. Somos hermanos porque, justificados por la sangre de Cristo Jesús, hemos pasado de la muerte a la vida haciéndonos coherederos de la promesa. Esa es la salvación que realiza Dios y anuncia gozosamente la Iglesia. Formar parte de un nosotros que llega hasta el nosotros divino.
Nuestro grito en este lugar que recuerda a aquel primero de libertad, actualiza el de San Pablo: Ay de mí si no evangelizo. Es tan urgente y apremiante como el de aquellos deseos de independencia. Tiene una similar fascinación, tiene el mismo fuego que atrae. Hermanos tengan los sentimientos de Jesús. Sean un testimonio de comunión fraterna que se vuelve resplandeciente.
Qué lindo sería que todos pudieran admirar cómo nos cuidamos unos a otros, cómo mutuamente nos damos aliento y cómo nos acompañamos. El don de sí es el que establece la relación interpersonal, que no se genera dando cosas sino dándose a sí mismo. En cualquier donación se ofrece la propia persona. Darse significa dejar actuar en sí mismo toda la potencia del amor que es espíritu de Dios y así dar paso a su fuerza creadora. Y darse aún en los momentos más difíciles, como aquel Jueves Santo de Jesús donde él sabía cómo se tejían las traiciones y las intrigas. Pero se dio, y se dio, se dio a nosotros mismos con su proyecto de salvación.
Donándose el hombre vuelve a encontrarse a sí mismo con verdadera identidad de hijo de Dios, semejante al Padre y, como él, dador de vida, hermano de Jesús, del cual da testimonio. Eso es evangelizar, esa es nuestra revolución, porque nuestra fe es siempre revolucionaria, ese es nuestro más profundo y constante grito”.