El mercurio, GDA
Un todoterreno Ford negro se detiene frente a la entrada del mercado de Surquillo, en Lima. Gastón Acurio se baja por la puerta trasera, de yins y camiseta negra. Tiene el pelo mojado; sus ojos algo hinchados acentúan sus rasgos de cusqueño.
“El peruano ha subido su autoestima gracias a su cocina, ahora tiene orgullo de sentir al país, eso me satisface”.
Gastón Acurio, chefCamina. Un hombre negro, que bordea los 2 metros, se ubica detrás de él. Tres pasos detrás. Entra y un foco ilumina su rostro; un canal de televisión. Lo rodea un grupo de estudiantes de cocina.
Un extranjero lo saluda y le pasa su tarjeta. “Gastón, Gastón, Gastón”, se oye en todas las direcciones. Recién levantado, se esfuerza por ser simpático.
De pronto se pierde entre los colores vivos de las frutas de la selva, de las papas, de los ajíes. El olor está mezclado: verduras, pollos muertos, sangre, pescado. Pregunta por las novedades. Compra un puñado de ajíes jalapeños; los va a probar, más tarde, en una leche de tigre. Pide un trozo de queso fresco. “Muchas gracias, ¿cuánto es?”, dice, metiéndose la mano al bolsillo.
-Dos soles.
-¿Dos soles no más? Ustedes mismos baratean sus productos. Yo no entiendo.
El hombre negro de 2 metros le abre la puerta trasera del auto y parte. Gastón Acurio saca un jalapeño de la bolsa y le da un mordisco. “El ají me despierta”, dice.
Gastón Acurio ha perdido su apellido. Gastón, a secas, le llaman su chofer, los mozos, los clientes, los que hablan de él sin conocerlo. Tras abrir 14 restaurantes en Perú, exportarlos al mundo y convertirse en el evangelizador del sabor peruano, su nombre de pila pasó a ser una marca. Una insignia.
Hasta hace unos años el famoso no era él, sino su padre, Gastón Acurio Velarde, ex senador, ex primer ministro, casi candidato presidencial. Un padre que lo mandó a estudiar Leyes a España para que fuera político como él.
Que pensó que todo se había ido al tacho cuando se enteró de que su hijo no leía códigos sino que revolvía ollas en el Cordon Bleu de París, cuando cocinar era solo una afición. Cuando en su casa a nadie le importaba la cocina.
Acurio recuerda el día en que todo eso cambió.
‘Estaba en la cola de un banco, y a él, acostumbrado a que lo reconozcan en la calle, le dicen: “Usted es el papá de Gastón Acurio”. Ahí se acabó su mundo’.
Dos años antes había abierto junto a su señora, la alemana Astrid Gutsche, su primer restaurante en Lima, Astrid y Gastón con USD 45 000 prestados -a pérdida- por amigos y parientes, cuando no tenían un centavo en el bolsillo, ella estaba embarazada y sus padres no se convencían de su pasión por la cocina.
-Pagamos la deuda a los tres meses -dice sonriendo.
Su padre le había exigido volver a trabajar en Perú. Acurio lo entendió como un deber.
-Yo he nacido en cuna de oro, he tenido todo para triunfar en la vida, en un país donde muy pocas personas tienen esa suerte. Como ser humano me corresponde devolver en mi propia tierra. La otra opción sería que no me importe lo que sucede fuera de mi restaurante, que lo único que me importe sea el restaurante para enriquecerme personalmente.
El Ford se detiene en la entrada de Astrid y Gastón, una casa colonial en el distrito de Miraflores. Son las 11:00. Aún están puestos los manteles sucios de la noche anterior. Llama a Eduardo, el chef encargado.
El imperio del cocinero Acurio está formado por los restaurantes Astrid y Gastón, La Mar, La Pepa, Panchita, Tanta, Pascuale y Chicha, repartidos en 14 sucursales en Perú y otras 14 en América Latina, España y EE.UU, con planes de abrirse mercado en Inglaterra. El año pasado facturaron USD 75 millones; atienden a 5000 personas al día. Y no termina ahí: su última aventura es una cadena de hoteles boutique llamada Nativa.
Al preguntársele si tiene miedo de que algún proyecto no funcione, el dice que toma mucho riesgo. “Hago un restaurante en el lugar más caro de San Francisco, invierto USD 7 millones para una cebichería peruana que nadie conoce en una ciudad tan dada a otras costumbres gastronómicas”.
Es un riesgo altísimo -dice- que incluso puede hacerme quebrar. “Pero eso es irrelevante para mí, porque mi trabajo es otro, es llevar la gastronomía peruana al mundo, poner una bandera de liderazgo en países acostumbrados a mandarnos el mensaje de que ellos son los únicos capaces de esto y no nosotros. Dice que antes los peruanos tenían baja autoestima, “ahora ya no, gracias a la cocina”.
Confiesa que alguna vez caminó con la cabeza gacha, “ porque nos enseñaron a ser ciudadanos predestinados a ser tercermundistas, de segunda categoría, exportadores de materias primas, importadores de productos terminados, lo importado es bello, lo nacional es feo, entonces la cocina emerge como una reacción a eso y contagia a todo el país con ese sentimiento y hoy el peruano se siente orgulloso de serlo”.