Varios familiares esperan noticias de los pacientes, en los exteriores del IESS Sur. Foto: Galo Paguay / EL COMERCIO
Como si fuera una médica, Inés -nombre protegido- usa un traje completo de bioseguridad que le cubre de pies a cabeza. Doble mascarilla, visor, gorro y overol son parte del atuendo que se coloca a diario para ingresar al Hospital Quito Sur, del IESS, a cuidar a su madre infectada de covid-19.
Su progenitora tiene 71 años y comorbilidades. Ingresó a esta casa de salud el primer día de febrero. Presentó tos y malestar, por lo que pasó directo a ocupar una de las 232 camas del área de hospitalización de contagiados con SARS-CoV-2.
“En el sanatorio pasó sola un par de días. Luego nos solicitaron que un familiar se acerque de forma voluntaria para hacerle compañía”, relata.
Pese al temor a un contagio, Inés no lo dudó, por lo que organizó un cronograma con su familia. Ella se encarga del primer turno que va de 07:30 a 14:00. Luego entra su hermana y sale a las 19:00. Y en la noche y madrugada la cuida una enfermera que contrataron.
“Queremos que mi mamá esté bien, porque tiene diabetes e hipertensión, por lo que está dentro del grupo de pacientes prioritarios por su edad y enfermedades”.
En el interior del sanatorio, la dinámica es compleja. Inés ayuda a su madre a movilizarse, le pasa agua o le administra sus medicinas. Eventualmente, sale a la farmacia para comprar lo que se necesite.
Alrededor de las 12:30 del miércoles, ella salió por un fármaco para calmar el dolor intenso de cabeza, con el que se levantó su madre. “Ya no aguantaba. Así que me anotaron en un papel el medicamento que debo comprar”.
Pero lo más difícil -subraya-es seguir al ‘pie de la letra’ los protocolos de bioseguridad.
La quiteña, por ejemplo, nunca se quita las dos mascarillas ni el visor y se cambia constantemente de guantes. Aunque permanece sentada en una banca de color azul en el pasillo del sanatorio.
Y cuando sale, va a un hotel para bañarse y cambiarse de ropa, antes de volver a su casa. Paga USD 2. “No me he contagiado, pero me da mucho miedo, ya que otros cuidadores no respetan las medidas”.
Jhoselyn Granda, de 25 años, sentía el mismo temor. Su abuela Julia Elena, de 72, ingresó el 23 de enero con un cuadro grave de covid-19.
Su saturación de oxígeno estaba por debajo del 90%. “Le internaron hasta que se libere un espacio en la unidad de cuidados intensivos (UCI)”.
Sin embargo -cuenta la joven- un día después les llamaron del hospital para hacerles el mismo pedido: un familiar debe acercarse para el acompañamiento las 24 horas.
Esta solicitud sorprendió a la familia de Julia, debido a que a los establecimientos considerados centinela, como este, llegan personas con síntomas respiratorios y se da prioridad a los contagiados.
“Es muy peligroso, porque no conocemos cómo es el manejo hospitalario; más si se trata de pacientes infectados”, opina Granda.
También contrataron a enfermeras para el cuidado. En total tres profesionales se encargaban de vigilar los signos vitales, la saturación y ayudarle a cambiar de posición. Lastimosamente, los primeros días del mes, su abuelita falleció.
Pero hay personas que no han tenido contacto con sus parientes. Es el caso de Camila Cevallos. Su padre se contagió e ingresó a esta casa de salud del sur de la urbe con el 80% de daño en los pulmones.
“Mi papá no padece comorbilidades, por lo que entiendo que no necesita cuidados mayores. Se moviliza solo”, señala la joven mientras escribe una carta, único medio para comunicarse con él.
Según el protocolo del IESS Sur, se autoriza la presencia de un familiar en caso de niños, adultos mayores, con discapacidad u otras patologías.
Pero en sanatorios como el Carlos Andrade Marín, el acceso a los familiares es restringido. La información sobre el estado de salud de pacientes con y sin el virus se entrega vía telefónica, a diario. Lo informó el martes esta unidad médica.
Antes de la pandemia se veía a los familiares de enfermos graves en los pasillos.
“Eran parte activa del cuidado; ayudaban en la alimentación, rehabilitación y compañía”, cuenta el intensivista Freddy Maldonado. Pasaban 30 minutos con sus parientes e ingresaban tres veces al día.