En la frontera entre Estados Unidos y México, un niño de escasos recursos mira a uno de los autos que patrullan la zona de Tijuana en búsqueda de indocumentados. Foto: AFP
En la historia de los conflictos sociales, encontrar la palabra idónea para entender y enfrentar deteminado hecho o fenómeno es determinante. Bajo esta premisa, desde 1995 Adela Cortina ha elaborado un discurso en torno al término ‘aporofobia’, que se traduce como miedo o rechazo al pobre.
En el 2017 se convirtió en la palabra del año para la Fundéu, y en el 2019 en el Ecuador hemos podido presenciar cuál es la dimensión social detrás de esta construcción. Hay que entender que este neologismo abarca uno de los principales temas de discusión en el actual clima social ecuatoriano.
La violencia en contra de los venezolanos que se ha vivido en las últimas semanas nos pone frente a algo que va más allá del racismo y la xenofobia.
En su momento, Cortina aseguraba que “poner un nombre a esa patología social era urgente para poder diagnosticarla con mayor precisión, para intentar descubrir su etiología y proponer tratamientos efectivos”.
Y es que hay que ser claros: no tenemos miedo del inmigrante que viene con dinero. Allá en el 2012, cuando el fallecido Hugo Chávez se mantenía en el poder, la gente celebraba la llegada de los más de 45 000 venezolanos que arribaban al Ecuador. Ellos eran migrantes, pero de aquellos que llegaban con dólares. Se los recibía con tranquilidad, e incluso se impulsaron las campañas para atender de manera hospitalaria a estas personas (una simple muestra fue el proyecto Sonríe Ecuador, somos gente amable).
Pero ahora la realidad es otra. Ellos no vienen por placer ni siquiera para apoyar a sus familias como sucedió en el fenómeno ecuatoriano de inicios de siglo hacia Europa y Estados Unidos. “Para muchos de ellos, viajar a un país como Ecuador es la única opción de sobrevivir”, dice Gabriela Malo, experta en el tema.
Para ella, una de las problemáticas es que las personas de las clases media y baja se sienten en competencia con los extranjeros porque hay un ambiente generalizado de desestabilidad laboral. Hay trabajo, sí, y las últimas estadísticas demuestran que la tasa de desempleo se redujo; del otro lado, la informalidad subió a un 46%, lo que indica que casi la mitad de la población depende de trabajos ambulantes, de medio tiempo u otras opciones que no les brinda estabilidad laboral plena. “En este contexto, migrante se convierte en competencia”, dice.
El filósofo Diego Jiménez, experto en ética, sostiene que en este momento hay que saber diferenciar claramente que “en el fondo de nuestro miedo y rechazo al pobre late el miedo a nuestra propia vulnerabilidad: el problema es que no hay nada que nos duela más y nos provoque más vergüenza que aquello que nos recuerda nuestra propia vulnerabilidad”.
¿Por qué vivimos en esta tensión con respecto al otro? Cortina sostiene en su libro ‘Aporofobia, el rechazo al pobre’ que “el problema no es entonces de raza, de etnia ni tampoco de extranjería. El problema es de pobreza. Y lo más sensible en este caso es que hay muchos racistas y xenófobos, pero aporófobos, casi todos”.
Una de las escenas que mejor permiten visibilizar esta realidad sucedió precisamente hace una semana en Ibarra. En medio de la conmoción por la muerte de Diana, la gente se volcó a los hostales para desalojar a personas que, en varios casos, apenas tenían el dinero del día para subsistir. Nadie fue tras de los empresarios, médicos, ingenieros, en fin, profesionales de alto rango, ya que en el imaginario xenófobo y aporófobo, ellos, que tienen dinero y recursos, no son iguales que sus compatriotas que están aprendiendo a subsistir en un país extraño.
En una intervención en la Universitat Popular de València, Cortina sostiene que incluso nuestro cerebro está predispuesto a rechazar al otro. En unos momentos, lo hace como un mecanismo de defensa ya que ese otro puede tener mejor capacidad de repuesta, un alto nivel de conocimiento, e incluso porque es, en sí mismo, un misterio para la colectividad que lo recibe.
A pesar de este rechazo cerebral natural, Cortina también defiende la idea de que nuestro cerebro es plástico; que puede aprender a verse a través del otro. Esto no es una tarea fácil, según Jiménez, y ve que la única manera de superarlo es con la educación.
Malo tiene una perspectiva diferente. Ella apunta hacia el éxito que tuvo, en su momento, el modelo migratorio ecuatoriano, el cual inyectaba capital por remesas. Analiza que en este preciso momento nos encontramos en una situación similar, ya que al país han llegado núcleos familiares venezolanos cuyos miembros ven al Ecuador como una oportunidad para viajar a países de primer mundo. Con una estrategia inteligente de mercado, esas personas podrían enviar remesas para ayudar a sus familias y compatriotas que viven en nuestra nación.
Cortina, en su reflexión, añade un tercer elemento para superar los brotes aporofóbicos: políticas sociales que ayuden a los más vulnerables. Es enfática en que esto no implica tratarles como si fueran exclusivamente desvalidos, sino que la meta debería ser otorgarles la dignidad y la igualdad de derechos que han perdido en este éxodo migratorio. Y aunque la solidaridad es necesaria en estos casos, lo que impera es llevar al migrante que es pobre a un mejor momento, es ser empáticos con su cualidad de hombre, mujer, niño o anciano.
En otras palabras, en momentos donde surgen falsos nacionalismos que se escudan en el rechazo por el otro, es imperativo superar la discriminación cotidiana para que esta personas de carne y hueso se sientan verdaderamente incluidas en el tejido social y puedan desarrollarse plenamente en la nación que las recibe.