La escombrera de la vía a Cojimíes tiene capacidad para 80 000 m3. Foto: Javier Flores / EL COMERCIO
En un costado de la vía hacia Cojimíes, descansa un grupo de gallinazos con las alas extendidas. Un hedor en el ambiente justifica su presencia y la de los perros que escarban sobre una colina gris de pedazos de cemento, grava, ladrillo, barro, arena, vidrio, madera, piedra, aluminio, cristal, acero, cobre y restos de animales.
Los residuos provienen de la destrucción en Pedernales, por el terremoto del pasado 16 de abril. Casi tres semanas después, el olor a muerte sigue impregnado en los materiales. Los gallinazos se encargan de devorar lo que queda de roedores, aves aplastadas o de lo que resta dentro de lo que alguna vez fue un frigorífico.
Las cifras oficiales señalan que la destrucción en Pedernales es del 80%. Sin embargo, el Cuerpo de Ingenieros del Ejército todavía evalúa las estructuras que serán derrocadas. En la primera fase, que concluyó ayer, se concentró en las edificaciones más afectadas y con riesgo de colapso inminente.
De los 32 edificios que existían en la ciudad, ahora quedan dos en pie. Aproximadamente unos 1 159 tienen daños y el alcalde Gabriel Alcívar calcula que el 90% deberá ser reducido a escombros. Las excavadoras hacen ese trabajo y 250 volquetas recogen el material durante todo el día y lo llevan hacia las dos escombreras ubicadas en las afueras de la ciudad.
La más grande está en la vía a Jama, de 100 000 m3, y la segunda, en la vía a Cojimíes, de 80 000 m3. Por si faltara espacio, una tercera escombrera se habilitará en el km 2 de la vía a La Concordia. El Municipio de Pedernales y los ministerios del Ambiente y Obras Públicas designaron esos sitios como los únicos permitidos para depositar escombros.
Hugo Díaz, del Cuerpo de Ingenieros del Ejército y director de esta obra, detalla que para escoger estos lugares se valoraron tres criterios ambientales y técnicos. Primero, que no queden lejos de la ciudad, pues las volquetas a su paso dejan una estela de polvo y sedimentos orgánicos que pueden contaminar el ambiente.
Segundo, que no existan poblaciones alrededor. Tercero, que no haya fuentes hídricas en riesgo de contaminación.
El resultado: dos escombreras operativas (según el informe 58 de la Secretaría de Gestión de Riesgos, solo hay una en operación). Allí trabajan un tractor y un rodillo vibratorio de 18 toneladas, que compactan los restos hasta formar capas de 30 centímetros. Las máquinas diseñan terrazas, donde la pestilencia casi ha desaparecido. El rodillo pasa cuatro, seis y hasta siete veces por sobre los escombros hasta convertirlos en un polvo gris. A su paso, en el terreno se siente una vibración leve, como un hormigueo bajo los pies.
Desde lejos, estas escombreras se ven como manchas grises que brillan con el sol. Los alambres y varillas que antes armaban columnas o marcos de ventanas se ven como raíces a lo largo del terreno y le dan ese brillo metalizado; aunque la mayoría del material ya fue recogido por cientos de minadores que llegaron de otras provincias con camiones vacíos. Mujeres, hombres y niños removían los escombros en busca de chatarra para venderla a las fundidoras… Cobrarían USD 4 por quintal.
Sin importar el riesgo sanitario y el peligro, hay todavía grupos de minadores que llegan a las escombreras para rescatar cualquier pieza de alambre. Por eso, la Policía instaló una carpa de control, para evitar el ingreso de los recicladores y de autos particulares que arrojan los escombros en lugares cercanos de la carretera y puntos no permitidos.
Allí, los gallinazos se mantienen quietos mientras llegan las camionetas cargadas de desperdicios. El trabajo de descarga es manual y lo realiza cada persona a golpes de pala.
Entre los restos que todavía no se compactan hay rastros y recuerdos materiales de los antiguos dueños, ahora damnificados, en una cifra que llega a los 8 000, dice el Alcalde. Se cuentan zapatos de niños, fotos llenas de polvo, ropa, juguetes, bicicletas…
Las casas que no sufrieron daños son tan pocas que los dedos alcanzan para enumerarlas. En la calle del malecón quedaron las marcas de los movimientos telúricos; es una especie se repujado, con hundimientos y crestas que parecen olas de la tierra. Esos adoquines rotos por la fuerza de la naturaleza tendrán el mismo fin que el resto de materiales: el desecho en las escombreras.