En las calles de Guayaquil sus habitantes luchan a diario contra la inseguridad y la falta de empleo. También se batalla para llevar el pan a la mesa de sus hogares. Pero en el norte de la ciudad hay un grupo de personas que lucha contra esos problemas cotidianos y por una causa personal: que la actividad que aman crezca, se fortalezca y siga con vida.
Su cuartel de operaciones es un tercer piso donde improvisaron un cuadrilátero y donde todas la noches, de lunes a viernes, practican sus rutinas de saltos, patadas, llaves y vuelos de la muerte.
Cambio de identidad
A este lugar de pisos de baldosa blanca y techo de zinc llegan arquitectos, profesores, diseñadores, chefs, vendedores y dejan su identidad en el camerino. Al cuadrilátero suben Kiwy; Hammer, el Destructor; Ryan, el Payaso, o Sádico, el Coleccionista, entre otros, para hacer lo que más les gusta: practicar la lucha libre.
La influencia les viene de los luchadores mexicanos o de las federaciones de Estados Unidos. Christian Mirada es el que encabeza el Consejo Ecuatoriano de Lucha Libre (CELL). Este diseñador gráfico dice que creció mirando ‘Titanes en el Ring’ y que su vida quedó marcada por personajes como Martín Karadagián, la Momia o Pepino, el Payaso.
Los luchadores de CELL deben pasar un promedio de dos años de preparación para adoptar un personaje y ser parte del elenco. Es que este arte no solamente consiste en aprender las llaves, los golpes y caídas, hay que hacer algo de teatro y perder el miedo escénico.
Miranda es el típico personaje de las actividades amateurs en Ecuador. Es presidente, aguatero, vendedor de entradas y hasta confeccionista de las máscaras para sus pupilos. No lucha por cuestiones de salud, pero vive cuando sus pupilos suben al cuadrilátero.
Por amor al arte
La pandemia le hizo una fuerte llave a la lucha libre en Guayaquil. En CELL quedaron menos de 12 luchadores activos, de esos que van todos los días a entrenarse.
Miranda señala que en Ecuador nadie puede vivir de la lucha libre, que debería ser así, pero no lo es. Ellos pagan sus disfraces, apoyan para el alquiler del local. Les mueve la ilusión de ser lo que soñaron y que un golpe de suerte los lleve a México o Estados Unidos, donde es posible vivir de la lucha libre.
Hammer, el Destructor, es profesor de física en un colegio fiscal y ejerce como arquitecto. Su personaje es su álter ego, fuera del cuadrilátero construye, dentro de él es un destructor implacable.
Lleva 14 años en la lucha y ha llegado a pelear en Quito, donde tiene su hinchada. También apareció en series de televisión local.
Asegura que la lucha le ha dado muchas satisfacciones, pero ninguna de tipo económico.
Cuando sus alumnos le preguntan por su faceta de luchador les dice que todo es una preparación profesional y que no estén peleando. Que deben ser responsables y respetuosos para permanecer.
Con hinchada propia
El espectáculo de la lucha libre vive sus horas difíciles en Guayaquil. Los pocos empresarios deben invertir para hacer los eventos y conseguir nuevos aficionados y hacer que la actividad crezca.
Miranda dice que ya están cansados de esperar algo de las autoridades. Su último contraataque fue inscribirse como club en el Ministerio para conseguir el beneficio de una norma o reglamento para crecer institucionalmente.
Mientras luchan con la burocracia, su función debe continuar. Hasta diciembre tienen pensado hacer dos eventos.
El primero será en octubre, en el lugar donde se entrenan. Todavía no tienen fecha definida, pero ya algunos aficionados han reservado sus entradas.
Por eso es que después de cada entrenamiento discuten dónde irán las sillas, se organizan para saber quién recibirá los boletos, ubicará a los asistentes.
Pero lo más importante, ensayan y definen quién será el que rompa una mesa o una silla para darle una inyección de vida a una actividad que lucha por sobrevivir.
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