Sorprende que un mandatario que hace dos meses reivindicaba la confrontación como un ejercicio democrático, válido y legítimo, diga ahora que las protestas sociales que se han despertado en el país están paralizando la inversión y afectando la economía.
Hay que ver la intervención final del presidente Rafael Correa, durante su informe de labores del 24 de mayo. Allí aseguró que “los consensos eran propios de las democracias burguesas y que los conflictos, en cambio, reivindicaban el derecho a la indignación”, por lo que él prefería lo segundo.
Lo curioso es que cuando ahora esa indignación le llega del lado opositor, se debe tener cuidado con la economía y la estabilidad de los ecuatorianos, pues como Presidente no encuentra en esas protestas otro fin que no sea la conspiración y el golpe blando.
Esta tendencia a relativizarlo todo no es sana para ninguna democracia. Las instituciones de una nación deben funcionar como un gran paraguas en donde gobiernistas y opositores sientan que sus demandas y anhelos se planteen bajo preceptos y reglas de juego similares y equitativas. Si el presidente Correa creía, hace ocho semanas, que su estilo confrontador era legítimo, no tiene por qué sembrar tantas amenazas sobre la protesta popular. Eso no lo hace un estadista.
La nueva contradicción en la que ha caído el Gobierno demuestra, por otra parte, que el equipo de comunicación del Mandatario (la Secom, en general, y los encargados de los enlaces sabatinos, en particular) tiene serios problemas para unificar el mensaje de su figura mediática más importante y que sin controlar esa variable, cualquier instrucción a los ministros y asambleístas para que repitan de manera incesante ideas fijas, como equidad y redistribución, perderá sentido.
Con errores como este, el Gobierno difícilmente podrá construir un mensaje político potente; por el contrario, se devaluará más la credibilidad presidencial. Un mandatario tan expuesto a los micrófonos necesita de una enorme concentración y coherencia.