Debo confesar que me atrae la concentrada poesía de Catalina Sojos, zumo de significados en la escueta forma de sus bien tensados versos…
Juan Valdano
Escritor y crítico
Miembro de Número de la Academia Ecuatoriana de la Lengua y Correspondiente de la Real Española. El Ministerio de Cultura acaba de otorgarle el Premio César Dávila Andrade, por un ensayo que pronto publicará.Que me atrae su laconismo poético que dice solo lo necesario para que una bandada de imágenes vuele hasta nosotros y nos deje la fugaz sensación de haber rozado un misterio… Debo confesar que me gusta su contención verbal, su templado pulso para nombrar lo más elemental de las cosas: el fuego, la piedra, los espejos, el cuerpo y el silencio…
De ella conozco ‘Fuego’, libro publicado en 1990 y cuando firmaba “de Martínez” y otro del 99, elegantemente editado y que contiene dos títulos, dos portadas, su cara y su sello cual moneda acuñada en noble metal: ‘Cantos de piedra y agua’ al derecho y ‘Láminas de la memoria’ al reverso.
Poesía emotivamente femenina (“te escribo desde mi boca”, dice), ardorosamente labrada desde su condición de mujer, rica en sugerencias. Al igual que el primer Borges cuya voz nació atada al “fervor de Buenos Aires”, su palabra suena a canto de río comarcano, a risa fresca de muchachas que “atan sus cabellos en trenzas… / y caminan amancayes bordados…”. Heredera de tradiciones, no es raro que pague ese tributo al que todo vate azuayo se siente obligado: celebrar la ciudad nativa, esa Cuenca andina: agua, retama y camino. Y en el fondo, como para desmentir cualquier clisé folclorista: la gran pregunta existencial: “¿sobre qué lado de la angustia cayó mi corazón?”. En ‘Fuego’ se palpa un desborde emotivo, un tsunami de pasión, su incongruencia (“la lógica locura / y la incierta certeza / de este amor/ alcanzado/ imaginario/ único!”); lo hondo del instante aciago (“la noche/ ha muerto entre la lluvia/ el pájaro negro/ del insomnio/ grazna sobre tu nombre/ y el mío”); la conciencia ágil y despierta como un ave sedienta de néctar (“la memoria es/ un quinde/ que absorbe los olvidos”: un terceto digno de un hai-kai nipón).
Poesía visual y cálida; honda, íntima y suya.