Zona de San Diego donde se entierra a la gente sin familia, de quienes solo se conocía su primer nombre, y a los NN. Foto: Armando Prado / EL COMERCIO
Dicen que uno muere realmente cuando ya nadie lo recuerda. Cuando en las grandes fiestas como Navidad o Año Nuevo nadie extraña el abrazo del que ya no está. Cuando la tumba del difunto se llena de maleza. Cuando no hay flores frescas.
Hay fosas en los cementerios de Quito donde reina el olvido. Tumbas que jamás, ni siquiera el 2 de noviembre, son visitadas.
Una semana antes del Día de Los Difuntos, el ritmo –siempre pausado y pesado del camposanto– cambia. Aparecen los pintores de tumbas que por USD 2 dejan la lápida como nueva, los empleados que por unos dólares cambian el agua de los floreros y limpian el polvo. Las tumbas se embellecen, pero no todas.
La soledad y el abandono son parte del cementerio de El Tejar. De las 1 000 tumbas de la parte trasera, solo 10 son visitadas, según José Machángara, cuidador del panteón.
Machángara recuerda que, hasta hace un año, el lugar tenía maleza y las cruces se perdían entre las ramas. Pero la zona se incendió y el fuego se llevó los matorrales. Lo limpió. Desde entonces, Machángara les da mantenimiento.
De los 11 cementerios que se encuentran en la zona urbana de Quito (hay otros 11 más en las zonas rurales) el más antiguo es el de El Tejar. Alfonso Ortiz, cronista de la ciudad, cuenta que en el sigo XVIII, para evitar los problemas de salud e higiene de los cementerios rurales, la corona española obligó a abrir un cementerio público en la urbe. El primero fue el de El Tejar, en 1828.
44 años después se creó el de San Diego, donde descansan más de 68 000 almas, de las cuales 5 000 tumbas están desatendidas. Bladimir Rosero, coordinador del lugar, asegura que los primeros días de noviembre, las 7,5 hectáreas del cementerio se llenan de visitantes, excepto una pequeña parte: la franja donde descansan las personas no identificadas que llegaron de la morgue.
Gracias al programa de beneficencia de la Sociedad Funeraria Nacional, pueden ser enterrados allí de forma gratuita. Los cuerpos llegan en un ataúd donado. Sin ceremonia ni testigos son enterrados. Nadie los visita, nadie los llora.
La zona de beneficencia está llena de lápidas en mal estado. Algunas tienen nombre, otras solo dos letras: NN. Allí también van a parar los cadáveres de personas de escasos recursos que fallecieron en albergues, pordioseros, gente que vivió y murió en el abandono.
“Se lo llamaba Juan”, reza una de las lápidas. Del hombre que yace allí, desde hace más de cuatro años, solo se conoce que llegó un día al Albergue San Juan de Dios, que no tenía hijos ni un lugar donde vivir.
En los cementerios hay otro tipo de olvido. El de aquellas personas que alguna vez tuvieron visitas, pero ya no.
Para tener un nicho en San Diego hay que pagar USD 580 y puede permanecer allí por cuatro años. Luego, cada año se deben cancelar USD 80. Si una tumba no recibe el pago por más de cinco años se la exhuma y los restos son llevados a un depósito donde permanecen por dos años más. Luego se los lleva a la fosa común.
En la parte sur del camposanto hay una pequeña capilla. El templo está asentado sobre un gran hueco redondo de 23 metros de diámetro y siete de profundidad. A la fosa común van a parar también los miembros amputados de personas que, por enfermedad o accidentes, perdieron parte de sus cuerpos. Aunque según Bladimir hay personas que prefieren rentar un nicho para niño para depositar allí el miembro.
El 50% de la fosa común está llena. La puerta está por debajo de la altura del suelo, así, cuando llueve, el agua entra y asienta los restos.
Algo similar ocurre en el cementerio de La Magdalena, en el sur. Manuel Pillajo, directivo de ese cementerio, cuenta que de las 3 000 tumbas del lugar, el 20% está olvidado. Los restos de quienes no pagan las mensualidades, luego de seis años, van a la fosa común.
Alfonso Ortizhace una reflexión y lanza una hipótesis. No solo es abandono por parte de familiares. Algunas familias se extinguen, hay apellidos que desaparecen. La migración también es cómplice: los nietos no se preocupan de las tumbas de bisabuelos a los que ni siquiera conocieron. Esas tumbas se suman a la soledad del panteón, a las de los NN o las de quienes solo son sepultados con un nombre.