Cuando se recorre América Latina y se lee a quienes se dedican al quehacer literario, se contempla su herencia cultural, se mira a su gente, se hechiza con sus bellezas naturales, se entrecruzan varios sentimientos, desde la fascinación absoluta hasta la indignación más grande. ¿Cómo puede ser que un continente tan lleno de riqueza permita que gran parte de su población esté hundida en la miseria?¿Qué grado de indolencia e incapacidad corroe a sus élites, políticas, sociales, económicas, para permitir semejante ignominia? ¿Qué sucedió con la mayoría de sus pensadores y academicistas que, por comodidad o una malentendida militancia, continúan apoyando experiencias que coadyuvan al retraso y al subdesarrollo? Resulta inentendible que, a estas alturas de la historia, se mire como revolucionario o de avanzada el escamotear libertades, atacar a quienes disienten de posturas oficiales o, en el lado económico, apostar a un desarrollismo de Estado, de espaldas al aporte definitivo e irremplazable de la iniciativa particular. Esa práctica en boga en algunos países latinoamericanos tiene adeptos que consideran que la gran transformación que requieren estas sociedades empieza y termina con su permanencia en el poder apuntalando un estilo caudillista, vieja herencia de los primeros tiempos republicanos, en sentido contrario al avance de sociedades modernas.
En vez de preocuparse por consolidar instituciones fuertes, independientes de los poderes, se busca el control total. A cuenta de los nuevos tiempos se desmantela el orden anterior para suplantarlo por la voluntad omnímoda de los que detentan el poder. Se niega la disidencia a la que se la estigma y agrede por cualquier medio. No hay capacidad para mirar hacia dentro, hacer la pausa y, con autocrítica constructiva, corregir prácticas que desunen al tejido social. En ese escenario las oportunidades para las grandes mayorías escasean. Desaparece la contienda leal, se busca, para progresar, agradar al poder. De allí surgen fortunas mal habidas y, ante el riesgo que aquello conlleve a un escándalo que afecte a la aceptación popular, se hacen los esfuerzos necesarios para cubrir tales eventos lesionando la transparencia, fomentando la impunidad.
Si las poblaciones miran con desinterés estos acontecimientos, difícilmente se podrán encontrar las enmiendas que nos coloquen en la ruta del progreso. Esta transformación se vuelve imperante. No hay cómo seguir perdiendo el tiempo y oportunidades en desmedro de los más necesitados. Se debe dejar el pasado, tenerlo como referencia de las prácticas inútiles, para concentrarse en el futuro, actuar con sensatez uniendo a las naciones en proyectos virtuosos, en los que todos concentran sus esfuerzos en hacer desaparecer esa lacra llamada pobreza, la prueba viviente de las inequidades. Eso se logrará solo si todos llegamos al convencimiento que este constituye desafío fundamental.